Roma, 30 de diciembre de 2014
—No creí que fuera a ser tan fácil —dijo la hermana María mientras el localizador daba con Giorgio Rabelais.
Dos de sus ayudantes la observaron por unos instantes. Su bello rostro no podía disimular la mirada fría de alguien que se dedicaba a determinar la vida o la muerte de otras personas.
—¿Dónde están? —preguntó uno de los hombres.
—Están en la biblioteca de humanidades de la Universidad Pontificia —señaló ella. Después cogió su arma de la mesa y se puso en pie.
—¿Cómo los ha localizado?
—Han utilizado la clave de acceso a la base de datos de Rabelais, llevan más de dos horas en la biblioteca, tenemos que llegar cuanto antes, puede que estén a punto de marcharse —contestó la monja.
En la entrada los esperaba un pequeño Fiat, la política de los servicios secretos era pasar desapercibido. Lo pusieron en marcha y salieron a toda velocidad por las calles atestadas de Roma.
Cuando pararon frente a la biblioteca, los dos hombres miraron a María.
—¿Entramos?
Ella dudó unos instantes. Debían capturar o matar a sus objetivos, sin levantar sospechas ni dejar testigos.
—La biblioteca de la universidad debe de estar vacía en estas fechas. Entremos, pero no actuéis hasta que yo lo ordene —dijo ella saliendo del coche.
Mientras subían las escaleras, la mujer comenzó a rezar. No quería morir sin la gracia de Dios, y aunque sabía que tenía una dispensa papal, nunca eran suficientes las precauciones para asegurarse el cielo.