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Roma, 30 de diciembre de 2014

El cardenal Rossi salió enfurecido del despacho del camarlengo. El papa quería que rodaran cabezas y una de las que estaban en juego era la suya. El fallo de seguridad había puesto en evidencia los agujeros en el sistema de protección del pontífice. En un par de días se celebraría la misa de Año Nuevo, y había que reorganizar rápidamente los protocolos y poner en marcha el plan de búsqueda de Haddon, Rabelais y la chica. Disponía de cuarenta y ocho horas para encontrarlos y eliminarlos.

Abrió su móvil y conectó con la agente María, esperó unos segundos a que cogiera la llamada y atravesó la Capilla Sixtina con total indiferencia por los maravillosos frescos de paredes y techos.

—Hermana, han cambiado las órdenes. Tenemos que eliminar a los tres objetivos antes de cuarenta y ocho horas.

—Pero, eminencia, ¿qué haremos en el caso de que no aparezcan las filmaciones y el diario?

El cardenal dudó por unos instantes.

—Hay que eliminarlos, es preferible eso a que se vuelvan a escapar.

—De acuerdo, procederemos cuanto antes.

—Me temo que intentarán hacer algo en los próximos días. Debemos impedir que se acerquen al Vaticano y al papa.

—No permitiremos que vuelva a ocurrir.

La hermana María se quedó en silencio. No le hacía mucha gracia tener que eliminar a tres personas en aquellas fechas. Las Navidades eran para ella una especie de fiesta de la purificación.

—Si cumple esta misión, yo me encargaré de que deje la Santa Alianza y la propondré para la dirección de un convento —dijo el cardenal, adivinando sus pensamientos.

—Gracias, eminencia —dijo la monja, emocionada. Después de aquello tendría toda una vida para purificarse y pedir perdón por sus pecados.