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Roma, 30 de diciembre de 2014

El portalón daba a un corredor que circundaba un gran jardín. Un verdadero vergel de palmeras y plantas tropicales. Allan caminaba unos pasos por delante del Ruso. Llegaron frente a una puerta y el hombre le hizo un gesto para que abriera.

—Aquí tienes a tus amiguitos —dijo.

Giorgio Rabelais esperaba sentado en una silla de cuero, a su lado estaba Ruth, su expresión era de emoción y sorpresa.

—¿Cómo…?

—Tranquilo, Allan, creo que ya has tenido suficientes emociones por hoy. Toma asiento.

El profesor acercó una silla sin salir aún de su asombro.

—Siento haberte metido en todo este lío, pero no tenía otra alternativa —dijo el italiano con cierto cinismo.

—Pero, no entiendo…

—Organicé todo esto con Ruth…

Allan miró a la chica con el ceño fruncido. Ella bajó la cabeza.

—Ruth no es la nieta de Thomas Kerr, ese cerdo nazi nunca habría cuidado de una niña negra, pero nos servía para presentar a un exnazi arrepentido que quiere limpiar su conciencia a última hora. ¿No es genial?

Ella intentó aventurar una disculpa, pero al final se quedó callada. Giorgio sonrió y continuó con su explicación:

—Ruth trabajó para Thomas Kerr, sospechábamos que él poseía algunas pruebas que podían incriminar al actual candidato a la presidencia europea, Alexandre von Humboldt, y que tenía unos documentos o imágenes que sacarían a la luz un turbio asunto de la Iglesia.

—Pero tú formas parte de la Iglesia —dijo Allan, sorprendido.

—Llevamos casi cincuenta años intentando que haya un papa progresista, Pío XIII es el peor santo padre desde Pío XII. Se está gestando un nuevo acuerdo entre los fascistas y la Iglesia católica.

—No me creo nada —dijo Allan.

—Pues créetelo.

—¿Cuál es la verdad? Me has engañado tantas veces, ¿por qué habría de creerte ahora?

Giorgio se levantó de la silla y comenzó a caminar por la habitación.

—Tuvimos que matar a Thomas Kerr, ese maldito viejo era inmortal, pero para nuestra sorpresa no encontramos nada muy comprometedor para la Iglesia ni para el candidato.

—Eso demuestra que no todo vale —dijo Allan.

—Por eso te metimos en esto, se me ocurrió la idea de la nieta desvalida, era la única manera de que accedieras.

—¿Por qué yo?

—Creía que eras el único que podía descubrir la verdad.

—Pues te equivocabas —dijo Allan con ironía.

Rabelais se paró enfrente de Allan y se inclinó sobre él.

—Bueno, al menos tenemos los rollos, el diario y ellos creen que sabemos lo que ocultan.

El Ruso se acercó y le entregó la mochila. El italiano la abrió, pero dentro solo había unas linternas, algo de ropa y algunas herramientas. Miró a Allan, sorprendido.

—¿No pensarías que entraría en el Vaticano con las pruebas? —dijo este.

—¿Dónde están?

—No tan deprisa. ¿Quién mató a Moisés Peres? ¿Fue él? —dijo Allan señalando al Ruso.

—Yo no maté al viejo, lo hizo la agente del Vaticano —dijo este.

—¡Pero si lo secuestraste y lo torturaste! —exclamó el profesor, a punto de explotar.

—Era mi trabajo.

—Habéis traspasado todos los límites, sois como ellos —dijo el antropólogo.

Ruth se adelantó unos pasos y se dirigió a Allan.

—Dales lo que piden, son capaces…

Le lanzó una mirada de desprecio a la joven.

—A mí también me utilizaron, no sabía que habría muertes —se justificó Ruth.

—Qué bonito. Todos inocentes. Llevamos más de doscientos años esperando este momento, un papa que libere a la Iglesia de un legado de siglos que la asfixian. Será mejor que nos digas dónde están las películas y el diario —amenazó Rabelais.

—No pienso ayudaros, no creo que seáis mejores que ellos, pero no voy a quedarme con los brazos cruzados mientras Europa se radicaliza. Ahora tendremos que hacer las cosas a mi manera.