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Roma, 30 de diciembre de 2014

El camarlengo entró en las habitaciones con el corazón en la boca. El papa estaba maniatado y amordazado sobre la cama.

—Desatadlo, rápido.

El anciano le lanzó una mirada colérica.

—Podrían haberme matado y nadie habría movido un dedo.

—Santidad, no sé cómo ha podido suceder.

—¿Que no lo sabe? Quiero que se depuren responsabilidades, que se destituya a todos los responsables de seguridad, que se vuelva a organizar todo el sistema hoy mismo —dijo levantando la voz.

—Sin falta, santidad —contestó el camarlengo con la cabeza gacha.

—Esos malditos hombres han violado mi intimidad, me han vejado y han escapado con vida.

—No se volverá a repetir.

—Y para colmo de males, se lo han llevado todo. ¿Por dónde han entrado?

—No los sabemos, santidad.

—Hay que averiguarlo cuanto antes. Para la misa de Año Nuevo debemos estar totalmente protegidos —dijo el papa, empezando a tranquilizarse.

El camarlengo salió de las habitaciones, conectó el móvil y comenzó a organizar la seguridad del Vaticano. Después se puso en contacto con el comisario jefe de Roma, tenía que impedir que los fugitivos saliesen de la ciudad. El jefe de la policía le prometió que utilizaría todos los medios a su alcance, pero que había millones de peregrinos en Roma con motivo de la misa de Año Nuevo y que en las próximas horas llegarían jefes de Estado de los cinco continentes. Era como buscar una aguja en un pajar.