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Roma, 30 de diciembre de 2014

—¡Alto! —gritó el guardia suizo.

Allan miró hacia atrás y vio que media docena de hombres corría hacia ellos.

—¿Qué hacemos? —preguntó.

—Correr como alma que lleva el diablo.

—¿Hacia dónde?

El Ruso señaló los arcos, del otro lado de la plaza. Corrieron con todas sus fuerzas, pero esos malditos soldados de plomo parecían moverse más velozmente que ellos a pesar de las armaduras y los trajes de volantes. Cuando llegaron a las columnas, el Ruso sacó su pistola y disparó a los guardias, estos se lanzaron al suelo y los dos hombres aprovecharon para fundirse en la noche.

Los guardias se pusieron en pie. Corrieron hasta las columnas, pero sabían que ahí terminaba su jurisdicción, desde ese punto los responsables eran los carabinieri.

Allan consideró despegarse del Ruso en algún momento, pero se lo pensó dos veces, aquel tipo podía ayudarlo a liberar a sus amigos. Al fin y al cabo, parecía muy interesado en salvarle la vida.

Cuando atravesaron el río Tíber, el Ruso arrojó a la corriente la ropa negra que había utilizado y se puso una chaqueta de pana. Caminaron en silencio por los callejones de la ciudad hasta pararse delante de una iglesia.

—Hemos llegado —dijo señalando el portalón.

—¿Qué es esto?

—Puedes considerarlo tu casa.