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Roma, 30 de diciembre de 2014

El río Tíber corría caudaloso aquel invierno. Había nevado copiosamente en las montañas y los romanos llevaban semanas soportando lluvias constantes. Ruth observó las aguas embravecidas con inquietud, le recordaban a su vida en los últimos meses. Turbulenta, rápida y desbordante. Decían que eso era sentirse viva, que la existencia solo tenía sentido si era una aventura, pero añoró regresar a Barcelona, ver a sus padres y pasar la Navidad con ellos. Eran dos acomodados burgueses, dos conformistas, pero también los únicos que la acogerían con los brazos abiertos si todo se desmoronaba.

El sacerdote caminaba a su lado. No llevaba abrigo, su camisa se movía por el viento frío del norte. Su cara parecía tan inexpresiva como la de ella, pero había temeridad en su mirada y un gesto de odio que no había visto hasta ahora. Observaron el Vaticano iluminado a lo lejos, la gran cúpula brillaba en todo su esplendor. Muchos habían ambicionado poseer aquel pequeño Estado tan rico y poderoso, dominar la fe de millones de personas en todo el mundo.

—Será mejor que nos refugiemos antes de que nos encuentren —dijo Rabelais.

—Estamos fuera del Vaticano.

—La Santa Alianza tiene mucho poder en Italia. Colaboran estrechamente con la policía, nos pueden acusar de robo o de Dios sabe qué.

—¿Sin pruebas?

—Ellos no necesitan pruebas —sentenció, enfadado.

—¿Dónde podemos escondernos?

—Conozco un lugar —contestó él, enigmático.