Roma, 30 de diciembre de 2014
El Ruso levantó la pistola y apuntó a la cabeza de Allan, este soltó la mochila y su perseguidor se la puso a la espalda. Después hizo un gesto con el arma para que el papa se echara para atrás. Este retrocedió atemorizado, se puso al lado de la cama y levantó las manos.
—No podemos salir sin su ayuda —dijo Allan.
—Cállate, tú me has metido en este lío. Necesito pensar, dentro de unos minutos todo esto se llenará de guardias.
El Ruso se acercó a la ventana e intentó calcular la distancia que había entre el suelo y las habitaciones del papa.
—¿No pensará bajar por ahí?
—Hace tiempo que me enseñaron que la mejor salida es la más rápida. Amordázalo —dijo el Ruso, lanzándole una cuerda y un pañuelo a Allan. Este, dubitativo, se acercó al papa y lo ató, después lo amordazó.
Mientras tanto, el Ruso había atado una cuerda a una de las columnas, había enganchado un arnés y estaba al lado de la ventana, esperándolo.
—No me mires como un imbécil, ven aquí.
—Pero, qué…
—Agárrate a mí con todas tus fuerzas, si te sueltas terminarás aplastado contra el suelo.
Se acercaron a la ventana, Allan miró al suelo y se sintió mareado. Todo fue muy rápido. Ambos se deslizaron por la fachada a grandes saltos. El antropólogo sentía el viento frío de la noche en la cara y la sensación de estar flotando sobre un colchón de aire. Cuando pusieron pie en tierra, las piernas le flaquearon. Habían volado por la plaza de San Pedro y aparentemente nadie se había dado cuenta.