Roma, 30 de diciembre de 2014
Uno de los hombres llevó a un agotado Giorgio Rabelais hasta su celda. El guardia soltó el brazo de su prisionero y se dispuso a abrir la puerta. Este miró por unos instantes al carcelero y, sacando fuerzas de algún sitio, lo empujó dentro de la celda y cerró rápidamente. Mientras el hombre golpeaba la puerta, Rabelais se acercó al cubículo de al lado y probó varias llaves hasta que una abrió. Ruth estaba al fondo, abrazada a una almohada, sentada sobre la cama. Su rostro reflejaba pánico y angustia al mismo tiempo.
—Venga, Ruth, tenemos que salir de aquí.
La mujer tardó en reaccionar unos instantes, pero al final salió de la celda. Ambos se dirigieron escaleras arriba; por lo que sabía el sacerdote del Vaticano, debían de estar en un lugar próximo a los barracones de la Guardia Suiza. Muy cerca de la tapia exterior de la ciudad.
Salieron a un pasillo y desde allí a varias salas vacías. Vieron a unos guardias y se escondieron de inmediato.
—Si lográramos ir al palacio, desde allí hay un túnel. Creo que será más fácil que echar a correr delante de la Guardia Suiza, podrían dispararnos.
Ruth ni contestó, seguía como ida, moviéndose mecánicamente. Él la tomó de la mano y salieron al jardín, cruzaron una avenida y se introdujeron en el palacio. Llegaron hasta la torre de Inocencio III y Giorgio abrió una trampilla de la pared. Entraron en una especie de túnel y descendieron por una escalera en forma de caracol. Llegaron a un pasillo largo y corrieron por él, después emergieron a las cloacas de la ciudad. Corrieron en medio de la oscuridad, Ruth tropezó dos o tres veces, pero el sacerdote evitó que se cayera al suelo. Después de una hora transitando por aquel laberinto, salieron a la superficie en un lugar próximo al río Tíber.