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Roma, 30 de diciembre de 2014

No recibió respuesta. Esperó unos segundos, pero nadie contestó al otro lado. Aproximó el oído a la puerta, no se oía nada. Se quedó pensativo. Después giró con suavidad el pomo y empujó la puerta. La sala estaba oscura a pesar de que la luz de la plaza de San Pedro se introducía tímidamente entre los cortinajes. Aquello parecía una antecámara, había un escritorio blanco, una silla, algunos muebles auxiliares y una puerta entreabierta. Se acercó hasta ella e introdujo la cabeza.

—Santidad —dijo suavemente.

En una gran cama con dosel descansaba el papa. No se inmutó ante la llamada de Allan. Este se acercó a la cama. El pontífice estaba profundamente dormido. Su pelo blanco relucía entre las sábanas.

—Santidad.

El hombre se movió inquieto y abrió los ojos.

—No se alarme —dijo Allan al ver la reacción del papa—. Únicamente he venido para hablar con usted, hay un asunto de suma importancia que tengo que comentarle.

El papa se sentó en la cama y observó a Allan como si viera a un fantasma.

—¿Quién eres? Nunca te he visto en el palacio.

—Disculpad que me presente así, a estas horas y vestido de esta forma.

—Vuelve mañana por la mañana, prometo que te recibiré gustoso.

—Me temo que este asunto es muy grave y no puede esperar a mañana.

—Todo puede esperar a mañana, te lo aseguro, hijo —dijo el papa, en tono cariñoso.

—Cuando la vida de gente depende de ello no, santidad.

El papa se movió, nervioso, en la cama. Salió de entre las sábanas, se colocó sus zapatillas y con un gesto le indicó a Allan que salieran a la otra habitación.

—Cuéntame, hijo —le pidió, una vez instalados en sendos sillones.

Allan dudó unos momentos, no sabía por dónde empezar. Después, simplemente comenzó a hablar.

—Mi nombre es Allan Haddon, soy profesor de antropología de las religiones en Oxford…

El papa escuchó atento las explicaciones del intruso. En algunas partes del relato asentía y en otras mostraba cierta sorpresa. Cuando Allan terminó, levantó la cabeza y, con una voz suave, dijo:

—Comprendo tu frustración y la inquietud que desborda tu alma, pero la Iglesia no secuestra a nadie. Giorgio Rabelais es un miembro de esta santa institución, y si está en el Vaticano es por su propia voluntad, todos los sacerdotes y monjes hacen voto de obediencia. Con respecto a vuestra amiga Ruth, seguramente ha sido capturada por algún tipo de mafia.

Allan se sintió decepcionado por las palabras del líder espiritual. Esperaba que de alguna manera pudiera ayudarlo.

—Lo único que puedo hacer por ti es rezar. Pediré al superior de Giorgio Rabelais que te envíe una carta para que puedas estar tranquilo y no le diré a nadie que has estado aquí. Entrar en los aposentos del papa es un delito muy grave.

—Pero, santidad, ¿qué me dice de la Ahnenerbe? ¿Por qué Thomas Kerr quiso que todo esto saliera a la luz?

—No sabemos las verdaderas intenciones de ese hombre, posiblemente se arrepentía de su pasado.

—¿Por qué ahora?

—Hay cosas que sencillamente no tienen explicación, hijo.

El papa se levantó de su asiento y tiró de un cordón. No se escuchó ningún ruido, pero en menos de un minuto apareció uno de sus asistentes.

—Bueno, hijo, será mejor que descanses. Si lo prefieres, puedes quedarte esta noche aquí. Mi ayudante te buscará un alojamiento, debes de estar exhausto.

—No, gracias, santidad, prefiero irme.

—Como desees, pero tienes que dejarlo todo aquí —dijo el papa señalando la mochila que debía contener los documentos de los que habían estado hablando.

—Lo lamento, pero no puedo.

—Has entrado en el Vaticano, no sabemos qué puedes llevar en esa bolsa.

—Su ayudante puede registrarla, no me llevo nada. No soy un ladrón.

—No me malinterpretes, hijo.

El asistente sacó una pistola pequeña de su sotana y apuntó a Allan.

—Tenemos que ser mansos como palomas, pero astutos como serpientes. Deja la mochila y ve en paz.

Allan escuchó las palabras del papa boquiabierto. Hizo amago de soltar la bolsa, pero la puerta se abrió y un individuo entró en la habitación. Golpeó la cabeza del asistente y dijo:

—Allan Haddon, será mejor que nos marchemos cuanto antes.