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Roma, 30 de diciembre de 2014

Media docena de relojes comenzaron a sonar, eran las doce de la noche y las luces se apagaron en los pasillos iluminados de la Santa Sede. La Guardia Suiza tenía que revisar sala por sala el palacio y, después de la primera guardia, conectar los sensores de movimiento.

Allan caminó agazapado por las sombras de los inmensos salones. Vio a un guardia suizo que estaba fumando un cigarrillo a escondidas y lo golpeó en la cabeza con un candelabro. Lo arrastró hasta un armario y se puso sus ropas. Tomó el comunicador y se lo colocó en la oreja. Había estado en muchas ocasiones en el palacio del papa, pero aquel lugar era un verdadero laberinto hasta para los habitantes del Vaticano. Se aproximó a la ventana y comprobó lo que se veía desde allí. El patio del Belvedere lo hizo situarse, debía de estar cerca de la torre de Inocencio III, el túnel lo había llevado hasta el propio palacio, pero tenía que ir a la otra ala, a la que daba a la plaza de San Pedro.

En un par de ocasiones se cruzó con guardias suizos, pero se limitó a saludar con un gesto y seguir su camino. Esperaba que no hubiera vigilancia a las puertas de las habitaciones papales. Caminó con prisa por el suelo ajedrezado y miró con indiferencia los frescos que cubrían las bóvedas de cañón y las columnas.

Cuando estuvo delante de las habitaciones papales, el corazón le dio un vuelco. Respiró hondo y llamó a la puerta. No sabía lo que se encontraría al otro lado, intentó inventar una excusa para estar allí, en mitad de uno de los sitios más protegidos del planeta, a las doce de la noche, y concluyó que la verdad era su mejor tarjeta de visita.