Roma, 29 de diciembre de 2014
Se despertó al recibir la primera sacudida. Miró a un lado y vio los electrodos conectados a su pecho y brazos.
—Por fin se ha despertado —dijo uno de los hombres.
—¿Qué hacen? —preguntó Rabelais, asustado.
Los tipos se rieron, tenían el rostro tapado, pero sus ojos mostraban total indiferencia hacia él.
—Las reglas son muy sencillas. Tú hablas y nosotros te dejamos en paz; si no contestas, las descargas serán cada vez más fuertes. ¿Lo has entendido? —preguntó el que manejaba la máquina.
Rabelais se quedó callado, estaba empapado en sudor y su pecho velludo se agitaba con fuerza.
—Hagamos una prueba —dijo el verdugo apretando uno de los botones. Su víctima gritó con todas sus fuerzas y comenzó a sacudirse sobre la camilla. Cuando la corriente paró, el cuerpo se desplomó, pero el pecho seguía subiendo y bajando a toda velocidad.
El otro individuo se acercó hasta la cara del sacerdote y lo examinó por unos instantes.
—Empecemos, ¿para quién trabajas?
Comenzó a llorar. Las lágrimas le recorrían la cara y caían a la camilla.
—No trabajo para nadie —contestó con la voz quebrada por el miedo y el dolor.
—Respuesta equivocada —dijo el hombre, y le hizo un gesto al que manejaba la máquina. Una nueva descarga, más violenta, sacudió el cuerpo.
El hombre esperó unos segundos antes de volver a preguntar:
—¿Para quién trabajas?
—Pertenezco a los Hijos de la Luz, soy miembro de los Hijos de la Luz —repitió, como si temiera que no lo entendieran bien.
—¿Qué es eso de los Hijos de la Luz?
—Una sociedad secreta que quiere una apertura de la Iglesia y el final del poder terrenal de la Santa Sede —dijo atropelladamente.
—¿Por qué habéis intentado atacar a la Iglesia?
—Nosotros somos la Iglesia.
—Me temo que no has tenido suficiente. —El hombre levantó la mano, pero el prisionero gritó algo.
—No, quiero decir que todos los miembros son sacerdotes y príncipes de la Iglesia.
—Quiero que nombres a todos los miembros que conozcas de tu sociedad secreta.
El sacerdote comenzó a dar nombres. El hombre lo apuntó todo en un cuaderno.
—¿No hay más?
—No conozco a más.
El torturador soltó el cuaderno y acercó de nuevo el rostro al de su víctima.
—¿Qué contenía el famoso paquete de Thomas Kerr?
—Unas películas y un diario.
—Bien. ¿Qué decía el diario?
—Anotaciones sobre dos misiones en las que participó Thomas Kerr, una de ellas en Crimea y la otra en Auschwitz. Thomas Kerr y otros miembros de la Ahnenerbe medían a prisioneros para su selección racial.
El hombre miró con recelo al prisionero.
—¿Se hacían referencias en el diario a la Iglesia?
—No, que yo sepa.
—¿¡Sí o no!? —gritó el verdugo.
—No, no se mencionaba a la Iglesia.
—¿Se mencionaban los acuerdos del Tercer Reich y el Vaticano?
—No, no se mencionaban los acuerdos.
—Entonces, ¿qué hay en esas malditas películas? ¿Por qué se pusieron en contacto con el Vaticano amenazando con hacerlas públicas?
—Thomas Kerr le contó a su secretaria que esas películas eran la prueba definitiva de la corrupción moral del Vaticano —dijo la víctima.
El verdugo se quedó mudo por unos instantes. Estaba empezando a pensar que aquel tipo no sabía nada. Todo había sido un farol y habían medido mal las consecuencias. Tenía que avisar a sus superiores y terminar con todo aquello. Rabelais sería enviado a un convento perdido en Suramérica y la chica recluida en algún centro psiquiátrico de los que poseía la Iglesia en muchos países del mundo.
—¿Quién tiene las películas y el diario?
—El profesor Allan Haddon, y estoy seguro de que si no nos sueltan las llevará a la prensa para que se sepa toda la verdad.
—¿Qué verdad? No tienen nada. Usted y sus acólitos de los Hijos de la Luz serán enviados a destinos de castigo y la Iglesia seguirá su camino, como ha hecho siempre.
El hombre se guardó el cuaderno en el bolsillo de la chaqueta y ordenó al otro verdugo que desatara al prisionero.
—Devuélvelo a la celda, rápido.
El verdugo salió de la habitación y le entregó el informe a la hermana María, ella debía comunicarse con el cardenal. Aquel asunto podía darse por zanjado, únicamente había un cabo suelto. El profesor Haddon seguía caminando por la calles de Roma, pero a estas alturas debía saber que no tenía nada que hacer y que más valía que aclarara su situación de prófugo de la justicia en Alemania.