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Roma, 29 de diciembre de 2014

Cuando había perdido toda esperanza de encontrar a Allan Haddon, al fin recibió la autorización para seguir al inglés por el laberinto subterráneo. El Ruso se acercó a la alcantarilla, la apartó silenciosamente y se lanzó a la oscuridad tras su presa. No podía encender su linterna, así que intentó seguir el resplandor que dejaba el profesor sin hacer ruido. Un par de veces, su hombre se detuvo en una bifurcación, pero después continuó caminando.

Tras dos horas transitando por los túneles de las cloacas, el profesor tocó algo en la pared y esta cedió. El Ruso se acercó poco después, palpó la superficie, pero no encontró ningún tipo de palanca.

—¿Cómo lo ha hecho? —se preguntó entre dientes. Sus dedos dieron al fin con una placa metálica y, después de unos segundos, la pared cedió.

La sala iluminada le mostró el símbolo que había palpado con las manos. Era el escudo pontificio, estaba entrando en las entrañas de la Iglesia. Pensó en llamar a sus jefes otra vez para recibir instrucciones, pero no había tiempo.

Entró en la sala y caminó despacio, intentando escuchar las pisadas del profesor, que de repente dejaron de oírse. Aceleró el paso y llegó hasta una escalinata de caracol. Sacó su pistola con silenciador y ascendió los escalones de dos en dos. Se estaba introduciendo él solo en la boca del lobo, pero no le quedaba otra opción. Si el profesor llegaba a ver al papa, habría fracasado, y un mercenario no podía permitirse ni un fracaso, su reputación estaba en juego.