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Roma, 29 de diciembre de 2014

La celda de Rabelais se abrió y él parpadeó ante la luz. Una figura rompió el resplandor y se paró justo delante del sacerdote.

—Giorgio, Giorgio, me temo que tus planes se han venido abajo —dijo una voz que le resultó conocida.

—¿Cardenal Rossi? —preguntó, anonadado.

—No te sorprendas, yo estoy en el bando correcto. Del lado de la Iglesia.

—¿Qué Iglesia, cardenal?

—La única Iglesia verdadera —contestó, molesto, el cardenal Rossi.

El italiano se mantuvo callado, después se puso en pie y se acercó al cardenal.

—La Iglesia de Cristo no era tan rica y poderosa, no utilizaba la muerte de gente inocente para alcanzar sus fines.

—Pretendes darme clases de moral. ¿Quién ocultó el asunto de la niña tailandesa? —preguntó Rossi con ironía.

—No sabía que era menor, tenía diecisiete años.

—¿Y tus votos?

—Los seres humanos somos débiles.

—Tú lo has dicho, la debilidad es la premisa del ser humano, siempre ha sido así. La Iglesia no puede permitirse el lujo de ser débil. Los que piensan como tú, creen que la Iglesia puede ser una gran ONG que ayude a los más desfavorecidos, pero necesitamos controlar medios de comunicación, poseer dinero, cerrar acuerdos con Estados. La gente como tú prefiere mirar para otro lado, pero son los miembros de la Iglesia como yo los que han conseguido que dure en pie dos mil años —dijo el cardenal, emocionado.

—Eso no es la Iglesia, es una institución humana para que tipos como tú sacien su ambición —contestó Rabelais.

—Ya está bien de cháchara. Mis amigos te ayudarán a recodar los detalles que necesitamos saber —dijo el cardenal dirigiéndose hacia la puerta.

—¿Qué harán con la chica? —preguntó, angustiado.

—Tú la metiste en esto, tendrías que haberle explicado a lo que se exponía.

—No sabe nada, dejad que se marche. Aunque hablara, nadie la creería.

—Eso ya no es asunto tuyo. ¡Guardias! —gritó el cardenal.

Dos hombres vestidos con uniformes entraron en la celda y sacaron a rastras a Rabelais. Cuando comenzó a gritar, uno de ellos lo golpeó en la cabeza con una pequeña porra y quedó inconsciente al instante. Ruth escuchó aterrorizada cómo arrastraban el cuerpo por el pasillo y empezó a llorar.