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Roma, 29 de diciembre de 2014

Los túneles parecían todos iguales. Hacía un rato que había perdido el sentido de la orientación. Se imaginaba solo en aquel laberinto, exhausto y agonizante. Intentó borrar esa idea de su mente y pensar en otra cosa. Orientó su linterna y contempló la bifurcación del túnel. Si se equivocaba en ese punto, no daría con la salida correcta. Hizo un esfuerzo por recordar el camino que había tomado su amigo cuando los dos exploraron los túneles unos años antes. En su cerebro vio claramente el pasillo de la derecha. Comenzó a caminar por aquel agujero infecto que olía a agua retenida y huevos podridos.

—¡Joder! —exclamó mientras se tapaba la nariz con los dedos.

Pensó en lo que haría cuando encontrara al papa. Tendría que convencerlo de que soltara a Giorgio y a Ruth, aunque cabía la posibilidad de que el sumo pontífice no supiera nada de sus amigos. No sería la primera vez que los servicios vaticanos actuaban a espaldas de su jefe.

Entonces lo vio. No era muy grande, un pequeño escudo pontificio de hierro oxidado. Lo tocó con la mano y sintió el áspero metal en sus dedos.

—Es aquí —dijo eufórico.

Movió el escudo lentamente y una puerta falsa se abrió con un quejido. La empujó y entró despacio. Al otro lado había una sala amplia y un pasillo iluminado. Ahora se enfrentaba a un nuevo peligro, evitar ser detectado por las cámaras de seguridad y los sensores de movimiento.

Al final del pasillo encontró unas escaleras de caracol y comenzó a ascender deprisa, no tenía mucho tiempo, en unas pocas horas amanecería y ya no podría hablar con el papa.

Mapa de la Ciudad del Vaticano.