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Roma, 29 de diciembre de 2014

Ruth escuchó un ruido al otro lado de la pared. Alguien hablaba solo y maldecía. Unos minutos antes, había escuchado unos pasos y cómo chirriaba una puerta de hierro. Desconocía cuánto tiempo había pasado desde que la tal María la secuestrara en casa de Bruno Beger. Sin luz y aislada completamente, el tiempo apenas transcurría, como si de alguna manera aquellas cuatro paredes se convirtieran en un agujero negro que absorbía la realidad que la rodeaba.

Al principio había llorado de impotencia y miedo. Era muy difícil que Allan la encontrara en un sitio así. Se arrepentía de haberlo metido en todo aquel embrollo, pero Giorgio le dijo que era el único que podía ayudarlos en el caso de que él desapareciera. Después, el italiano envió el paquete a Oxford desde Roma y se dirigió a Berlín para encontrarse con Allan. Giorgio no había sido capaz de descubrir el secreto de las películas y el diario, pero sospechaba que la única manera de meter a su amigo en aquella investigación era haciéndole creer que estaba en peligro. Después, irónicamente, las cosas se complicaron y la Santa Alianza comenzó a perseguir a Giorgio por Italia, y ahora ella estaba encerrada entre esas cuatro paredes.

No había sido buena idea mentirle a Allan, inventarse toda esa historia de la niña huérfana y desvalida, pero Giorgio pensaba que el profesor inglés sacaría su lado más caballeresco y la ayudaría. Al principio pensó que Allan intentaría corroborar su identidad, pero afortunadamente, las cosas se habían desarrollado como deseaban.

Thomas Kerr nunca había tenido una nieta, aquella persona detestable era incapaz de sentir nada por nadie, afortunadamente ella había logrado convertirse en su secretaria personal y recuperar aquellos documentos justo a tiempo.

Había conocido a Giorgio Rabelais un año antes, en una manifestación antiglobalización y, al enterarse él de que era estudiante de antropología, le había propuesto aquel descabellado plan. Era la candidata perfecta, hablaba perfectamente el alemán y el español. Además, conocía bien la historia de la Ahnenerbe, pero todo aquello había llegado demasiado lejos.

Comenzó a llorar como una niña asustada.

Una voz la llamó desde el otro lado de la pared.

—¿Ruth, eres tú? —preguntó.

La chica tragó saliva e intentó ahogar las lágrimas.

—¿Giorgio?

—Siento todo lo sucedido, nunca imaginé que fuera peligroso.

—¿Cómo vamos a salir de esta?

Permaneció callado unos momentos. Después, intentó animar a su amiga.

—Espero que Allan encuentre el modo. Aunque no confío mucho en su capacidad de improvisar. Es un tipo demasiado convencional.

Ruth intentó reprimir las lágrimas, pero el miedo, la angustia de sentirse atrapada entre aquellas cuatro paredes, la hacían sentir tan vulnerable.

—No quiero morir —le dijo por fin al italiano.

—Nadie va a morir, saldremos de esta.

—Espero que tengas razón —dijo Ruth, tras un profundo suspiro.