Roma, 29 de diciembre de 2014
Allan caminó por las calles cercanas a la plaza de San Pedro. Se detuvo frente a una iglesia. Estaba seguro de que ese era el sitio. Pero tenía que prepararse primero. Tuvo que caminar un par de manzanas antes de ver una ferretería. Cuando la encontró, entró y se hizo con varias herramientas y una pequeña mochila donde guardó los rollos y el diario.
Cuando regresó a la entrada de la iglesia, apenas se veían transeúntes, la noche era inusitadamente fría para el clima templado de la ciudad. Miró a un lado y al otro y con una palanca movió la pesada tapa de la alcantarilla. Esta chirrió en medio del silencio de la noche. Allan encendió la linterna y se internó en mitad de la oscuridad. Tenía que recorrer ese laberinto él solo, esperaba poder recordar cada detalle, aunque habían pasado varios años.
Cerró la tapa y descendió por la escalerilla hasta que su pie tocó suelo. Rabelais y él habían recorrido los túneles que unían Roma por el subsuelo unos años antes. En una ciudad como aquella, hasta las alcantarillas eran un resto arqueológico importante. Sabía que los accesos hasta el Vaticano estaban cortados, más de un terrorista había intentando acceder por allí hasta el papa, pero su amigo conocía el más inexplorado de todos. Un pasadizo que corría por debajo de las alcantarillas y que en otra época había sido utilizado para escapar por la iglesia que tenía justo encima de él.
Orientó la linterna y comenzó a caminar sin prisa. Entrar en el Vaticano era una misión casi imposible, poseía el sistema de seguridad más sofisticado del mundo, pero Rabelais le había enseñado un par de trucos para burlar las cámaras de seguridad y los detectores de movimiento. Lo que todavía no había planeado era lo que le diría al santo padre cuando se presentara en sus habitaciones en mitad de la noche.
Ciudad del Vaticano.