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Roma, 29 de diciembre de 2014

Rabelais alzó los ojos y contempló la cara estupefacta de Allan. Si aquello era todo, no habían sacado nada en claro.

—¿Unos prisioneros muertos en un campo de concentración como otros miles y miles que fueron gaseados, fusilados y esclavizados? —dijo, sorprendido.

—Tiene que haber algo más —observó Allan, decepcionado.

—Veamos la última película y salgamos de dudas.

El italiano utilizó su propio proyector, apagó las luces y las imágenes en blanco y negro comenzaron a llenar la pantalla. En la primera parte de la película se veían algunas escenas en Auschwitz, en ellas aparecían Beger, Kerr y otros de los miembros del equipo de la Ahnenerbe. La segunda parte de la película se desarrollaba en el campo de concentración de Natzweiler, las escenas no se diferenciaban mucho. Algunas mostraban el instituto anatómico forense de Estrasburgo.

—No parece que nos aclare mucho —dijo Allan, impaciente.

La película continuó. Los antropólogos mostraban varios esqueletos ante las cámaras y se sonreían los unos a los otros.

—Al parecer lo que querían era extraerles el esqueleto. Algo macabro, pero no la mayor barbaridad de la Alemania de Hitler —dijo el italiano.

—Estamos en un callejón sin salida —dijo Allan, desesperado.

—Ese viejo loco de Kerr se ha reído de nosotros —añadió el sacerdote apagando el proyector y encendiendo las luces.

—Tiene que haber una explicación —insistió Allan.

En ese momento se escuchó ruido en el descansillo. Los dos hombres se callaron de repente e intentaron agudizar el oído. Los pasos se detuvieron frente a la puerta. Rabelais quitó el rollo del proyector y lo guardó en su lata. Después se guardó el diario.

—¿Hay otra salida? —preguntó Allan en un susurro.

—La única forma de escapar es por el tejado —dijo el italiano.

Los dos hombres comenzaron a subir por la escalera, los escalones de madera crujían a cada paso. Escucharon un fuerte estruendo y pasos en la planta de abajo. Rabelais abrió la ventana y los dos salieron al cielo raso de Roma. Las luces del Vaticano brillaban justo enfrente.

—Venga —apremió el sacerdote, que con paso seguro corría por el borde del tejado—. Saltaremos al otro edificio y escaparemos por allí.

Allan lo siguió y, justo cuando saltaron el pequeño desnivel entre los tejados de los edificios, varios disparos silbaron sobre sus cabezas.

—¡Mierda! —gritó el italiano cayendo torpemente en las tejas.

—¿Estás bien?

—Me han dado. Escapa tú —dijo, taponando la herida con la mano.

—No puedo irme, ¿qué te sucederá? —dijo Allan con la voz entrecortada por la fatiga y el temor.

—Allan Haddon, hemos salido de algunas peores. Esos cerdos quieren las filmaciones, llévatelas y descubre qué es lo que les preocupa tanto.

Allan corrió por el tejado. Abrió la puerta de la azotea y bajó las escaleras a toda velocidad. Un par de veces estuvo a punto de caer rodando, pero en el último segundo recuperó el equilibrio. Cuando llegó a la calle, no supo qué dirección tomar. No conocía a nadie más en Roma y se le pasó una idea descabellada por la cabeza, pero no tenía mucho que perder.