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Estrasburgo, 14 de agosto de 1943

El cargamento de cadáveres desde Natzweiler era algo habitual en el instituto anatómico forense de Estrasburgo. Todos sabíamos que Hirt vendía cuerpos de prisioneros para los estudios anatómicos de los médicos de la ciudad. La llegada de un buen número de cadáveres no extrañó a nadie.

Aquel grupo de cincuenta mujeres, a las que más tarde se añadirían los cuerpos de los hombres, tenía una particularidad que no se le pasó por alto al encargado del depósito.

—Qué bellas son —dijo Henry Gaumont.

Miré los cuerpos tendidos sobre las camas metálicas y por un momento pensé en esa gente como personas. Aquellas mujeres eran realmente hermosas. A pesar de su sufrimiento, del maltrato y de su muerte espantosa, sus rostros resplandecían bajo la luz blanquecina de la sala.

—A veces hay que exterminar la belleza para crear una más perdurable —le dije al encargado mientras fumaba un cigarrillo.

El hombre me miró, sorprendido. No parecía entender lo que quería transmitir con aquella frase fría.

—No son más que judías —añadí con la esperanza de que aquel mentecato comprendiera que se trataba de subhumanos sin importancia.

—¿Eso cree? —preguntó aquel maldito francés. Lo miré de arriba abajo, su arrogancia podía costarle cara, pero no estaba de humor para denunciarlo a la Gestapo.

Unos días más tarde llegaron los hombres. Bong ordenó que se diseccionara un testículo de cada prisionero y se le enviaran al doctor Hirt para su examen.