Roma, 29 de diciembre de 2014
El coche entró en la ciudad y Allan condujo hasta la puerta del bloque en el que Giorgio Rabelais tenía su apartamento. El antiguo edificio barroco se encontraba perfectamente conservado. Hacía décadas que el viejo palacio se había convertido en la residencia de algunos altos funcionarios del Vaticano, y su amigo llevaba veinte años viviendo allí. Su piso era un dúplex, en el que toda la planta superior era una inmensa biblioteca de la que el estudioso se sentía especialmente orgulloso. En la planta baja había un salón muy grande que el italiano utilizaba como estudio, un cuarto de baño de mármol y una magnífica cocina de carbón.
—¿Crees que será seguro que entremos ahí? —preguntó Allan señalando la fachada de la casa.
—No tenemos mucho que perder. La Santa Alianza sabe que acudiremos a ellos para llevarles los rollos y el diario. ¿Para qué iban a vigilarnos?
—¿Y el otro hombre que nos perseguía? —preguntó Allan.
—Llevamos días sin verlo, no creo que aparezca en las pocas horas que vamos a estar en mi casa. Además, imagino que llamarán aquí para ponerse en contacto con nosotros, no tienen otro modo de hacerlo —dijo el sacerdote.
Subieron la escalera amplia del palacio y, al llegar a la tercera planta, su amigo se detuvo frente a una puerta alta de color blanco. Encendió la luz después de abrir y dejó las cosas en la entrada.
—Cuánto he echado de menos mi casa —dijo, levantando los brazos.
—Tenemos mucho que hacer. Apenas quedan unas páginas del diario, esa gente puede ponerse en contacto con nosotros en cualquier momento.
Allan sacó el diario y comenzó a leer de nuevo. El tiempo corría en su contra, si no averiguaban qué era lo que preocupaba tanto a la Santa Alianza, estaban pedidos.