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Alpes Suizos, 29 de diciembre de 2014

—Me he quedado dormido, ¿por dónde vamos? —le preguntó a su amigo.

—Hemos pasado Lugano hace un rato.

—¿Estamos en Italia? —preguntó Allan incorporándose en el asiento.

—No, hasta Como no habremos salido de Suiza —dijo Rabelais.

—¿Cómo lo has hecho?

Sonrió. Estaba acostumbrado a conducir en condiciones adversas y apurar la velocidad en carreteras de montaña.

—He corrido un poco, pero en unas dos horas estaremos en Milán. Por la tarde creo que habremos llegado a Roma —dijo Rabelais.

—¿No tienes hambre? —preguntó el inglés. Después se miró en el espejo del parasol y observó su barba de dos días y sus ojeras.

—En la última gasolinera en la que paré compré unos bollitos. Están detrás —dijo el sacerdote señalando con la cabeza.

—Gracias.

Allan masticó en silencio y, antes de terminar el tercer dulce, dijo:

—Ayer nos quedamos leyendo la parte en la que llegan los prisioneros a Natzweiler.

—Sí.

—¿Quieres que te sustituya? —preguntó Allan.

—Déjame un poco más. Lee el diario. Quiero que lo acabemos antes de llegar a Roma —comentó.

Allan cogió el cuaderno de Thomas Kerr y, antes de leer, se paró por unos momentos y miró a su amigo.

—Al parecer, llevaron a los prisioneros a Alsacia, seguramente iban a realizar más experimentos con los cuerpos. El caso es grave, pero prácticamente todos los implicados deben de estar muertos. ¿Por qué sacar todo este material ahora? —preguntó Allan.

—Puede que tenga alguna relevancia, o simplemente Thomas Kerr se protegió hasta su muerte e hizo un último acto de redención sacando a la luz todo lo que sabía.

—Thomas Kerr no se comportó como un hombre arrepentido. No lo mandó a la ONU o al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, te lo mandó a ti —dijo Allan.

—Buscó en la guía de antropólogos revoltosos del planeta y yo aparecía el primero de la lista —bromeó su amigo.

—Un antropólogo del Vaticano que defiende a las tribus del Amazonas. No encuentro la conexión.

—Seguramente no la haya —dijo, encogiéndose de hombros.

—No parece que Kerr dejara nada al azar. Tiene que haber una explicación —dijo Allan, meditabundo.

—¿Por qué no lees un poco más? A lo mejor salimos de dudas cuando terminemos el diario.

—Está bien —refunfuñó Allan.

Las montañas nevadas dejaron paso a las praderas verdes y estas a las industriales, en las afueras de Milán. El clima comenzó a suavizarse, pero la inquietud rondaba las cabezas de los dos antropólogos. La Santa Alianza era capaz de eliminarlos a los tres sin muchos miramientos. La única arma que podían utilizar contra sus enemigos era su propia astucia. Tenían que descubrir, antes de entregar el diario y los rollos, qué escondía aquel misterio y por qué tanta gente estaba dispuesta a matar y morir por él.