Auschwitz, 26 julio de 1943
Después de una semana en el campo de concentración, todos estábamos agotados y nerviosos. Aunque intentáramos engañarnos a nosotros mismos, aquel ambiente terminaba por secarte el alma. Beger y yo habíamos vivido en Crimea la eliminación de miles de personas, pero dentro de lo terrible de la experiencia aquello había sido rápido, casi indoloro. Ver a todos aquellos pobres diablos agonizar poco a poco era mucho peor.
El bloque 10 estaba alejado del resto, pero cada mañana teníamos que atravesar todo el campo hasta llegar a nuestra zona de trabajo. El olor a muerte era tan intenso que lo impregnaba todo. Cuando regresábamos por la tarde al pequeño hotel del pueblo, no importaba las veces que nos ducháramos o laváramos la ropa, el olor era permanente.
Aquella semana las cosas se habían complicado. Beger estaba muy alterado, toda su bravuconería era una simple fachada. En Crimea lo había visto derrumbarse varias veces, su estómago no era como el mío y no llevaba muy bien las torturas y agonías de los prisioneros. Sus roces con Fleischhacker y la presión de toda aquella miseria y sufrimiento están acabando con él.
Aquel 15 de junio llegamos temprano. Beger está obsesionado con terminar cuanto antes. Decía que le había prometido a su mujer que pasaría unos días de descanso con los niños. Todos comenzábamos a sospechar que aquel sería el último año en el que en Alemania reinaría algún tipo de normalidad. Beger y yo caminábamos juntos. Parecía contento, para lo que había sido su estado de ánimo habitual en los últimos días. Entonces vimos como unos SS arrastraban a dos docenas de prisioneros muertos por el campo. Beger perdió el control y se acercó al cabo.
—¿Por qué hacen esto? —preguntó, enfurecido.
El cabo se quedó parado. No supo qué responder.
—Este no es trabajo para las SS, que lo hagan los ucranianos, los bosnios, pero no soldados alemanes. No podemos manchar nuestras manos con sangre judía —gritó mi compañero.
Me acerqué hasta él e intenté tranquilizarlo.
—Bruno, déjalos que hagan su trabajo.
—Esta gente no sabe lo que está haciendo. No podemos contaminarnos, nuestra raza no puede rebajarse tanto.
Cuando Beger se tranquilizó, nos dirigimos al laboratorio. Su cara estaba roja. Con la mirada perdida, entró en el barracón y se puso la bata blanca. Trabajó varias horas con total tranquilidad, como si nada hubiera sucedido. Entonces Fleischhacker le comentó algo y Beger volvió a estallar.
—No puedo trabajar en estas condiciones. Presentaré mis quejas directamente a Himmler. Soy un oficial de alto rango, un buen amigo de Himmler, medir cabezas lo puede hacer cualquier estudiante —dijo, enfadado.
—Señor, ya queda muy poco —dijo Fleischhacker.
—Por eso mismo. Termina tú el trabajo, yo regreso a Múnich.
Beger se quitó la bata y la colgó en su sitio. Yo me interpuse entre él y la puerta.
—Piensa bien lo que haces. Sabes que ahora las cosas no son como antes, puedes terminar en primera línea del frente.
—¿Crees que tengo miedo a morir? —me dijo con los ojos desorbitados.
No supe qué responderle.
—No me importa caer en el frente, pero no quiero que un maldito judío me pegue cualquier enfermedad y morir como un perro. Hay gente que puede hacer ese trabajo en nuestro lugar. Nosotros somos científicos.
Esa fue mi última conversación con él en semanas. Me marché el día 17 de junio. Las condiciones empeoraron, el tifus hacía estragos entre los prisioneros. Viajé en coche con Klaus Blumer, el joven oficial de las SS. El muchacho era un verdadero sádico. No es que yo esté en contra de aplicar la mano dura con los prisioneros, pero disfrutar de ello es otra cosa.
Los prisioneros elegidos cogerían un tren con rumbo a Natzweiler, ese sería su último destino. Mientras, les facilitaron uniformes nuevos y pasaron unas semanas muy confortables. Yo no estuve en Natzweiler, pero Blumer me contó la suerte de los prisioneros seleccionados.
Al parecer, el campo de Natzweiler se encontraba en una ladera boscosa, en los Vosgos, a unos cincuenta kilómetros de Estrasburgo. Aquella zona, un antiguo paraíso para esquiadores y excursionistas, era ahora un verdadero infierno en la tierra. Al principio las SS se interesaron por la zona debido al granito rojo que poseía en gran cantidad. Himmler había creado una empresa para explotar aquel material y los prisioneros judíos eran la mano de obra perfecta para rentabilizar la explotación.
Natzweiler se convirtió en uno de los campos de trabajo más duros del Reich. Los prisioneros tenían que mover aquellas inmensas rocas con las manos desnudas. Además de los duros trabajos físicos, en el campo había un anatomista de la Ahnenerbe, August Hirt, que investigaba los efectos del gas mostaza en los prisioneros.
El joven oficial de las SS tenía admiración por Hirt, lo consideraba una especie de santo de la ciencia.
—El bueno de Hirt —me comentó en una cervecería unas semanas más tarde—. Si lo vieras trabajar de día y de noche, un verdadero científico.
—¿En qué consisten sus experimentos? —le pregunté mientras apuraba mi jarra en una animosa cervecería de Múnich. La ciudad estaba patas arriba, pero todavía había cerveza y los bombardeos masivos no habían afectado mucho a sus edificios y su ritmo de vida.
—Hirt tiene un buen número de conejillos de indias humanos. Himmler le permite quedarse con todos los que necesita. Cada día coge diez o doce prisioneros, les administra unas gotas de gas en forma líquida en el brazo u obliga a las víctimas a inhalarlo o tragarlo. Uno de cada tres prisioneros muere al instante, con terribles heridas en la piel y los órganos internos machacados. La mayoría de los conejillos se quedan ciegos y Hirt los manda a algún campo para que los eliminen, en eso es muy escrupuloso, prefiere que sean otros los que los maten —dijo Klaus Blumer.
—Espero que traten bien a nuestros prisioneros. Necesitamos que nos los envíen intactos —le dije al joven.
—No te preocupes, creo que los nuestros van a estrenar su recién instalada cámara de gas —bromeó el oficial. Brindamos, y aquella noche nos corrimos la última gran juerga que recuerdo. Unos días más tarde nos pidieron que acudiéramos a Natzweiler para supervisar el trabajo.