82

Basilea, 28 de diciembre de 2014

Allan y su amigo cogieron el equipaje del hotel y partieron hacia Roma sin demora. Al principio pensaron en tomar un avión, pero a aquellas horas sería difícil encontrar un vuelo. Preferían estar en movimiento, viajar toda la noche y llegar a media tarde a su destino. Se turnaron al volante durante horas. Las carreteras heladas de Suiza y el norte de Italia no eran muy recomendables cuando oscurecía, pero eran su única oportunidad de llegar cuanto antes a Roma.

Giorgio miró a Allan, que observaba por la ventanilla la oscuridad, y se sintió incómodo. Se frotó los ojos sin soltar el volante y carraspeó.

—Allan, ¿te encuentras bien?

—Espero que no le suceda nada a Ruth. Si alguien no merece acabar muerto, es ella —dijo Allan con un nudo en la garganta.

—Confiemos que no le hagan nada malo.

—Esa gente ha matado a Moisés Peres, al propio Bruno Beger y ahora tienen a Ruth. ¿Qué les impide matarla a ella y después acabar con nosotros?

—Ellos cumplen órdenes, no pueden matar a quien se les antoje —dijo el sacerdote.

—No sé lo que hay en esa filmación, pero están dispuestos a llegar hasta el final para recuperarla —dijo Allan, señalando la bolsa del asiento de atrás.

—Es una de las primeras cosas que tenemos que hacer al llegar a Roma, ver el rollo que nos queda. Si sabemos lo que tanto les preocupa, podremos enfrentarnos a ellos.

—Eso si logramos descifrar todo este galimatías. En el diario y las cintas únicamente se habla de la Ahnenerbe, no sé por qué el Vaticano está tan interesado en que las películas no salgan a la luz.

—Todo el mundo sabe los acuerdos que hubo entre la Alemania de Hitler y la Santa Sede. Pío XII firmó un concordato con Hitler y miró para otro lado mientras los nazis exterminaban a los judíos —dijo el italiano.

—Pero esa no parece ser la causa de todo este repentino interés por las películas. Thomas Kerr tenía alguna oscura intención, estoy convencido. No parece el típico nazi arrepentido que intenta lavar su conciencia justo antes de morir.

—¿Has terminado de leer el diario? —preguntó su amigo.

—No.

—Pues será mejor que leas un poco más. Necesitamos saber todo lo que podamos antes de encontrarnos con los servicios secretos vaticanos —apuntó el sacerdote.

Allan tomó el diario de la bolsa y comenzó a leer en voz alta.

El tiempo se acababa. Por alguna misteriosa razón, el destino los había elegido a ellos para luchar contra todo aquello. Aunque dudaba de que pudieran vencer a la organización secreta más antigua del mundo, lo intentaría con todas sus fuerzas.