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Münchenstein, 28 de diciembre de 2014

—¿No está tardando demasiado? —preguntó el italiano.

Allan miró su reloj. Ruth llevaba más de tres horas con Beger, era demasiado tiempo. Se puso el abrigo y comenzó a caminar por la nieve. Su amigo lo siguió torpemente. Cuando llegaron frente a la puerta, un leve empujón bastó para abrirla. La casa estaba a oscuras. Encendieron la luz y al pasar por la cocina vieron a una mujer con el pelo blanco sentada en una silla.

—Señora —tanteó Allan posando su mano en el hombro de la mujer. Esta se desplomó sin más. El profesor levantó el cuerpo y lo recostó sobre la mesa. Tenía un tiro en la nuca, pero el pelo y la sangre estaban secos.

—¡Dios mío! —gritó el sacerdote.

Cuando entraron en el estudio, el cuerpo de Beger estaba en el suelo, bocabajo. Allan le tomó el pulso; estaba muerto.

—¿Dónde está Ruth? —preguntó el italiano.

Allan señaló hacia la mesa del escritorio. Al lado de un libro había una nota:

Si quieren recuperar a la chica, traigan todo el material a Roma mañana. Les daremos nuevas instrucciones más adelante.

Los dos hombres se miraron, perplejos. Ruth había sido secuestrada. Tenían veinticuatro horas para ir a Roma y descubrir la verdad.

—Mierda —dijo el sacerdote—. La tienen ellos.

—¿Quiénes son ellos? —preguntó Allan, enfadado.

—La Santa Alianza, los servicios secretos del vaticano —dijo Rabelais, temblando.