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Londres, 28 de diciembre de 2014

El vuelo a Suiza salía temprano. Los tres estaban listos en la recepción del hotel a la hora prevista. En un par de horas aterrizarían en Zúrich y allí alquilarían un coche para viajar hasta Basilea, una pequeña ciudad cercana a la frontera con Alemania.

El vuelo fue tranquilo. Apenas hablaron, se limitaron a observar el paisaje nevado de Alemania y Suiza. Cuando llegaron al aeropuerto tomaron el coche y emplearon otras dos horas en llegar a Basilea. Esa ciudad mediana, dividida por el Rin, y que compartía fronteras con Alemania y Francia era un gran centro comercial e industrial. Nada que ver con un lugar tranquilo para retirarse. El centro de la ciudad conservaba su carácter medieval, pero el resto se había transformado hasta convertirse en una urbe moderna y sin personalidad.

Se alojaron en un pequeño hotel próximo a la Marktplatz, se cambiaron de ropa y tras almorzar algo se dirigieron a un pequeño pueblo llamado Münchenstein. Allí vivía Bruno Beger desde hacía más de treinta años. Por los datos que poseían, tenía más de cien años. Vivía con su hija y temían que esta no les dejara verlo. Una persona de esa edad es muy vulnerable a cualquier tipo de emoción.

Cuando pararon frente a la pequeña casa de madera, Allan pensó que aquella era una manera agradable de vivir los últimos días de una vida larga. Los bosques de la zona en los que Beger debía de haber cazado durante años parecían muertos bajo la intensa nevada. Las calles adornadas por la Navidad convertían al lugar en una ciudad de cuento de hadas.

—¿Qué le vas a contar? —le preguntó Allan a la muchacha.

—La verdad. Que soy la nieta de Thomas Kerr y quiero saber lo que pasó en aquellos años —dijo muy seria, con los nervios atascados en la garganta.

—¿La verdad? —preguntó Rabelais—. No creo que Bruno Beger haya intentado conocer la verdad en los últimos sesenta años. Hay gente como él que no puede soportar la verdad.

—Quiero que admita que todas sus investigaciones fueron un error, quiero que me diga por qué dejó a un lado la ciencia por un montón de mentiras supersticiosas —dijo Ruth.

—Por la experiencia que tengo, los hombres no cambian con el tiempo. He conocido a muy pocas personas dispuestas a cuestionarse lo que creen o lo que han hecho. Ni siquiera en la universidad hay personas autocríticas —dijo Allan.

—Los hombres tienden a justificarse —añadió su amigo.

Ruth abrió la puerta del coche y caminó por la nieve helada hasta la casa. El cielo nublado lanzaba una luz azul que se reflejaba en la nieve y creaba una atmósfera fantasmagórica. Les había pedido a Allan y Giorgio que la dejaran ir sola. Beger no se pondría a la defensiva con la hija de un antiguo camarada. Llevaba una grabadora, después ellos podrían escuchar qué daba de sí la conversación.

Llamó a la puerta, la casa parecía desierta. Las contraventanas verdes estaban abiertas, pero no se veía luz alguna. Tardaron unos minutos en abrir, pero al final una mujer de sesenta años, con el pelo gris y unas anticuadas gafas de pasta, miró a la chica sin decir palabra.

—¿Vive aquí Bruno Beger? —preguntó Ruth con una sonrisa.

La mujer no contestó, se limitó a mirarla de arriba abajo y comenzó a cerrar la puerta.

—Por favor, soy Ruth Kerr, la nieta de un antiguo amigo suyo —dijo Ruth sujetando la puerta.

—¡Estamos hartos de periodistas! —gritó la mujer, y ejerció más presión sobre la puerta.

—No soy periodista, pregunte a su padre, soy la nieta de Thomas Kerr, los dos sirvieron en la Ahnenerbe —dijo Ruth, desesperada.

La mujer dejó de empujar la puerta.

—¿Quién es, Eva? —preguntó una voz fuerte y clara.

—Nadie, papá.

Un hombre en silla de ruedas se acercó hasta allí y la mujer se echó a un lado.

—Soy Ruth Kerr, la nieta de Thomas Kerr.

Bruno Beger, en contra de lo que ella imaginaba, se encontraba en plena forma. Su aspecto saludable parecía algo antinatural a su edad. Sus ojos reflejaban su carácter sano, vigoroso y la mente aguda. Su pelo seguía siendo rubio y sus mejillas redondeadas no habían perdido su color.

—Señorita Kerr, disculpe a mi hija, se preocupa demasiado por mí. La verdad es que a este pobre viejo lo único que le queda es morir en paz —dijo amablemente Bruno Beger.

La mujer abrió la puerta y Ruth pudo contemplar unas fotos colgadas en la entrada. En dos de ellas se veían escenas típicas de Alemania. Agricultores alemanes de la Baja Sajonia realizando, felices, sus tareas agrícolas. Las otras dos eran de tibetanos que miraban sonrientes a la cámara.

—Pase, por favor. Ignoraba que Thomas tuviera una nieta, llevamos casi veinte años sin hablar —dijo Beger.

—Mi abuelo murió hace unos meses —dijo Ruth.

—Lo siento —dijo el anciano.

Ruth lo siguió hasta su estudio. Era un lugar exótico. Había figuras del Tíbet por todas partes. En las paredes colgaban fotos en blanco y negro de niños, hombres y mujeres tibetanos. Sobre el escritorio de madera se apilaban artículos sobre esa recóndita región, como si Bruno Beger acabara de regresar de allí hacía unos días. Tenía también alfombras tibetanas y varios utensilios que habría traído de aquella expedición.

Beger se acercó a un lado del escritorio. La hija se puso a su lado, como si quisiera protegerlo de la muchacha, pero él la echó de la habitación con un gesto.

—Discúlpela, algunos piensan que cuando te haces mayor te conviertes en un niño —bromeó el anciano.

—Le agradezco que haya querido recibirme, ni siquiera había concertado una cita —se disculpó Ruth.

—A mi edad, uno tiene todo el tiempo del mundo. —Se quedó pensativo y luego dijo—: Un tiempo relativo, a esta edad uno espera desaparecer en cualquier momento.

Bruno Beger habló de su familia, de sus padres y del paso del tiempo. De su época en la universidad y sobre la expedición al Tíbet. Ruth había traído algunas fotos que a lo largo de la investigación habían impreso.

—Lo guardo todo —le dijo a la joven con una sonrisa.

—¿Todo?

—Incluso los calibradores que utilicé en el Tíbet —dijo el anciano. Después, llamó a su hija y le pidió que le trajera sus antiguos instrumentos y uno de sus cuadernos de campo.

—¿Conserva todo el material? —preguntó Ruth, extrañada. Ella creía que tras la guerra la mayoría de los nazis se había deshecho de todo lo que pudiera causarles problemas.

—¿Por qué no guardar esto? Seguro que tu abuelo también conservaba muchas cosas —dijo Beger.

Cuando la hija llegó con el cuaderno y el calibrador, la mirada del anciano brilló de emoción. Con un gesto le pidió a Ruth que se acercara.

—¿Le importa? —dijo, abriendo el calibrador.

Ella sintió un escalofrío que le recorrió la espalda. Hombres como Bruno Beger habían tenido en sus manos la vida y la muerte de otros seres humanos. Aquel hombre había determinado durante años quién merecía vivir y quién merecía morir.

Beger le colocó el calibrador e hizo una serie de mediciones. Después sonrió.

—Me ha dicho usted que es adoptada, ¿verdad? Sus padres no la eligieron al azar, sabían que era racialmente perfecta —dijo el hombre, orgulloso.

—¿Sí? —dijo Ruth, sorprendida.

—No estoy ciego. En la escala de las razas las hay mejores y peores, pero dentro de cada una de ellas hay individuos excepcionales, y usted es uno de ellos —dijo Bruno, guardando sus herramientas.

—Pero ¿usted sigue creyendo en las viejas teorías raciales? —preguntó Ruth, sorprendida.

—El hecho de que perdiéramos una guerra no cambió para nada mi manera de pensar. Por favor, ¿puede coger ese libro?

Bruno Beger señaló una vitrina; Ruth se puso en pie y le llevó un ejemplar de uno de los libros de Hans F. K. Günther sobre la tradición racial.

—El profesor Günther fue el que me inició en los estudios antropológicos. En este libro está uno de mis primeros trabajos. Nadie ha demostrado que estábamos equivocados —dijo Bruno levantando la barbilla.

—Los científicos llevan décadas rechazando la idea de las razas humanas. En el congreso de 1951 en París…

—Estoy al tanto, señorita —dijo Beger, perdiendo por unos instantes el tono cordial.

—¿Entonces?

—Sus pruebas no son concluyentes —dijo Bruno.

—¿Qué quiere decir?

—La política y la ciencia están mezcladas, ahora no es políticamente correcto hablar de las razas —dijo Bruno.

—En la época de Hitler no era políticamente correcto hablar de lo contrario.

—¿Estuvo usted allí, señorita? —preguntó el viejo antropólogo, molesto.

—No.

—Mire, hay razas mestizas como los judíos que han ocasionado mucho daño a la humanidad. Nuestra intención era conservar la identidad y la pureza alemanas —dijo él.

—Pero eso trajo mucho sufrimiento, millones de personas murieron.

—El comunista Stalin asesinó a un número similar de personas, la China de Mao… —argumentó Beger.

—Pero los judíos eran personas también —dijo Ruth.

—La intención de Himmler consistía en un principio en trasladarlos a África, pero la guerra impidió la deportación. Se los concentró en refugios para que no fueran una quinta columna dentro del Reich, por desgracia muchos murieron, enfermos; las condiciones no eran las mejores —dijo Bruno.

—Y, ¿qué me dice de lo que sucedió en Crimea? —preguntó Ruth.

—Mediciones de cráneos y algunos artículos sobre el pueblo gótico que habitó la península. Todo inofensivo.

—¿No es cierto que usted y mi abuelo colaboraron con los escuadrones de la muerte para elegir la parte de la población que merecía vivir? —preguntó Ruth, enfadada.

—Simplemente se iba a desplazar a la población que no fuera germana o no fuera racialmente pura. Alemania necesitaba más espacio para su gente. Cada día llegaban alemanes de Polonia, Rusia y de todo el Este —dijo Bruno, alzando la voz.

—Pero lo que ustedes decidían determinaba la vida o la muerte de una persona —insistió ella.

—Cumplíamos órdenes, no podíamos negarnos a hacerlo. De otro modo, nosotros o nuestras familias hubiéramos sufrido las consecuencias.

—¿Cumplimiento de órdenes? ¿Dónde queda la conciencia humana?

—Cuando un país está en guerra no hay conciencia que valga —dijo Beger, poniéndose rígido en la silla—. Y yo no hice nada de lo que tenga que arrepentirme.

—Mi abuelo me dio un diario y unas grabaciones. En él habla de su misión en Crimea —dijo ella.

Bruno Beger se quedó pensativo. A su edad no tenía nada que temer, pero no le gustaba recordar ciertas cosas, las había dejado en algún lugar de su memoria y prefería no abrir ese cajón.

—Creo que hemos terminado —dijo el anciano.

—Mi abuelo quería que todo lo que hicieron saliera a la luz. ¿Por qué ahora? —dijo ella.

—Tendría sus razones. Nunca sabemos a ciencia cierta por qué los demás hacen ciertas cosas. Él se alejó de Alemania, consiguió ocultarse en España, nunca sufrió la humillación que yo sufrí en mi juicio.

—¿Qué hay que sea tan importante en esas películas? —preguntó la chica.

—En la vida es mejor desconocer ciertas cosas. Thomas Kerr era tu abuelo, te quiso y te cuidó, lo demás no tiene importancia. El pasado no debe desenterrarse —sentenció Beger, intentando parecer paternal.

—Me temo que es demasiado tarde para eso —dijo ella.

—Yo realicé dos misiones con tu abuelo, la de Crimea y la otra. No fue un trabajo agradable, pero únicamente cumplíamos órdenes —dijo Beger.

—¿Cuál fue la otra misión? —preguntó la joven, intrigada.

—Fue un error. No sabíamos nada, simplemente nos dijeron que fuéramos a Auschwitz para hacer unas mediciones a unos prisioneros.

—¿Unas mediciones?

—Teníamos que examinar a poco más de un centenar de prisioneros, pero luego nos enteramos de para qué nos lo habían ordenado. Fue una broma de mal gusto —dijo Beger frunciendo el ceño.

—No entiendo…

—Los querían para sacarles los huesos. Pero eso lo supimos en Estrasburgo, por eso me juzgaron —dijo Bruno, angustiado.

—¿Los huesos?

—Sí, Himmler quería los huesos de esos pobres diablos —dijo él.

—Pero ¿por qué sacarlo a relucir tantos años después? —preguntó Ruth.

—Me imagino que es por…

Una mujer entró en la sala y les apuntó con una pistola.

—Pero… —intentó decir el anciano.

—Será mejor que deje la historia para otro momento. La señorita Kerr y yo nos tenemos que ir —dijo la mujer.

—Usted es María, la mujer que nos recogió en la carretera y nos libró de aquel tipo —dijo Ruth, sorprendida.

—Ahora tiene que venir conmigo —dijo ella.

—¿Adónde? —preguntó la chica.

—Será mejor que no haga preguntas.

Las dos mujeres salieron de la habitación, después la intrusa regresó.

—Se me olvidaba. Un tipo como usted debería llevar años muerto, pero no se preocupe, yo subsanaré ese error.

La hermana María disparó al anciano con un silenciador. Después se marchó con Ruth por la puerta de atrás. Si debía llevárselos a Roma a los tres, esa era la manera más sencilla.