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Viena, 27 de diciembre de 2014

El palacio estaba abierto al público. La familia Von Humboldt llevaba décadas permitiendo que los vieneses y los turistas de medio mundo apreciaran su riqueza y su poder. Los Von Humboldt habían conseguido reunir una formidable riqueza gracias a sus inversiones en caucho a principios del siglo XX. La expansión de la industria alemana del automóvil los había convertido en el primer importador de caucho de Europa, pero el gran salto lo dieron gracias al estallido de la Primera Guerra Mundial. Los suministros de ruedas al ejército imperial austriaco y a Alemania construyeron la base de su poderío económico. La derrota de las potencias centrales en la guerra no fue un problema para los Humboldt, ya que lograron sobrevivir exportando sus materiales a Suramérica y Asia, hasta que la Alemania de Hitler les hizo ganar una fabulosa fortuna.

Alexandre von Humboldt se acercó hasta el hermoso jardín del palacio. Algunos lo comparaban con los fantásticos jardines de Versalles, pero los de los Von Humboldt eran más grandes y hermosos. Su madre descansaba sentada frente a las cristaleras. Tenía una taza de té en la mano y mordisqueaba una pastita mientras miraba el espectáculo invernal de la puesta de sol.

—Madre —dijo Alexandre sin denotar ningún tipo de sentimiento en la voz.

—Hola, Alexandre —contestó la señora sin girar la cabeza.

—He venido a verte antes de viajar a Roma —dijo él, sentándose en uno de los sillones de mimbre.

—Saluda de mi parte al santo padre. Hace casi un año que no nos vemos, ya sabes que el cuidado de las empresas de la familia me tiene totalmente absorbida —dijo la señora.

—Siento no poder ayudarte, pero la campaña electoral me tiene muy ocupado —se disculpó Alexandre.

—No entiendo por qué hay que hacer todo ese paripé de votaciones, candidatos y elecciones. En mis tiempos, las cosas eran más sencillas —dijo la mujer después de tomar un sorbo de té.

—En los años treinta los trámites eran los mismos que ahora —se quejó Alexander.

—¿Y quién habla de los años treinta? ¿Tan vieja me ves? En los años treinta yo era una niña, te digo cuando tu padre estaba vivo. Nosotros proponíamos un candidato y lo apoyábamos, después era elegido el día siguiente a las elecciones. Ni siquiera nos molestábamos en contar los votos —dijo la señora.

—Ahora hay varios sistemas de control, pero cuando llegue al poder me encargaré de todo eso. Europa necesita una mano fuerte que dirija sus destinos —dijo Alexandre, recuperando su seguridad.

—No olvides quién eres y para qué fuiste educado. Los Von Humboldt han contribuido al engrandecimiento de Alemania y Europa durante más de cien años. Tienes que limpiar el continente de toda esa basura extranjera.

—Deja que sea yo el que ponga las cosas en su sitio —dijo Alexandre, molesto.

—Revolcándote todo el día con rameras y yendo de fiesta en fiesta no conseguirás nada —contestó la madre con un gesto de enfado.

—En eso imito a papá —dijo Alexandre.

—Por eso él está muerto y yo estoy viva. No seas tan estúpido como él. No puedes morir hasta que se cumpla tu destino. Será mejor que no lo olvides.

—El destino no existe —dijo Alexandre.

—Sí existe, te lo aseguro, pero los débiles no saben aprovecharlo. Nuestra familia es una de las más ricas del planeta porque supo siempre cuál era su destino. Por eso hemos sobrevivido a guerras, cambios de gobierno y crisis económicas —dijo la mujer, dejando la taza sobre la mesa.

—Dentro de unos días tu hijo será el primer presidente de Europa —dijo Alexandre.

—Y el último, espero.