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Londres, 27 de diciembre de 2014

La nieve había desaparecido de las calles, la temperatura se había templado y la búsqueda de una cafetería decente se convirtió pronto en un agradable paseo. Allan y Ruth conversaron mientras Rabelais se mantenía al margen, caminando unos pasos por delante. Vieron una cafetería francesa y entraron sin dudarlo. El café inglés dejaba mucho que desear. Un buen croissant lograría que olvidaran por un momento la investigación.

Se sentaron en una mesa redonda de mármol y pidieron tres desayunos. El sacerdote se disculpó y se dirigió al baño. Allan y Ruth continuaron su conversación sin prestarle mucha atención.

El italiano se aproximó a uno de los teléfonos y marcó un número mientras miraba a su espalda.

—Sí, todo marcha según el plan previsto. No se han extrañado de nada y creo que hemos despistado a los que nos seguían —dijo mirando a su espalda.

Después de escuchar por unos instantes a su interlocutor, continuó:

—Nos dirigiremos a Suiza, allí está uno de los testigos. De acuerdo. Adiós.

El sacerdote colgó el auricular. Se acercó a la mesa y fingió una risa complaciente.

—Que buena pinta tienen —dijo mientras observaba el cruasán tostado.

—Veo que no has perdido el apetito —bromeó Allan.

—Eso nunca, comer es uno de los pocos placeres que me quedan —contestó.

Los tres comenzaron a desayunar. En unos minutos se habían olvidado por completo de la Ahnenerbe y de los horrores de una guerra que ninguno de ellos había vivido, pero que continuaba mostrando algunas de las caras más terribles del ser humano.