Roma, 27 de diciembre de 2014
El camarlengo se acercó hasta el papa y le pasó una nota. En ese momento los príncipes de Bélgica estaban entregando al sumo pontífice un regalo.
—Muchas gracias —dijo Pío XIII mientras dejaba el presente en manos de uno de sus colaboradores.
—Su santidad es nuestra inspiración —dijo la princesa besando el anillo papal.
—Gracias —dijo el anciano, impaciente. Sabía que había noticias nuevas sobre el paradero de Rabelais, del profesor Haddon y de la chica.
Cuando los últimos visitantes salieron, el papa rompió el lacre del sobre y abrió el mensaje.
El profesor Haddon, Ruth Kerr y Giorgio Rabelais están juntos. Espero órdenes.
El papa miró a uno de sus asistentes y le hizo una indicación.
—Llama al camarlengo.
—Sí, santidad.
Pío XIII se levantó del trono y se dirigió inquieto al fondo de la sala. Allí se reclinó frente a un pequeño altar y se puso a rezar. Cuando oyó los pasos del secretario papal, mantuvo los ojos cerrados y lo hizo esperar hasta que terminó sus oraciones.
—Camarlengo, sabéis que no quiero notas escritas —dijo el papa enseñando el papel. Después se acercó a la chimenea encendida y la arrojó al fuego.
El papel prendió con rapidez y la cera roja se evaporó en unos segundos.
—Decid a sor María que los quiero vivos y necesito que recuperen el objeto perdido cuanto antes.
—Pero está sola, no puede capturar a los tres y traerlos a Roma —se quejó el camarlengo.
—Que le manden dos agentes más y un transporte. Los quiero aquí antes del 30 de diciembre, ¿entendido? —ordenó, seco, el papa.
—Sí, santidad.
El papa sintió un pinchazo en el pecho. Sin duda, Rabelais era un mal enemigo. Se conocían desde hacía años, siempre al lado de los pobres y los necesitados, pero esta vez se había extralimitado. Su lealtad a la Iglesia y al papa debía de estar por encima de cualquier otra cosa.