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Simferópol, 20 de diciembre de 1941

Simferópol está patas arriba. Nunca había visto una ciudad en estado de guerra. Nuestros hombres roban y saquean sin que los mandos se lo impidan. Los refugiados del frente que van llegando a la ciudad engrosan las filas de los condenados a morir de frío y hambre. La poca comida que queda es para nuestros hombres y los habitantes de la ciudad mueren a centenares cada día.

Una de las cosas que rompía la monotonía era la matanza de judíos. Los hombres de la Einsatzgruppe, la Policía de Campaña y la Policía Secreta de la Wermacht se disputan a sus víctimas con verdadero frenesí. Himmler quiere que se elimine a la población judía de la ciudad antes de Navidad. La pasión que ponen los tres cuerpos en el exterminio de los judíos no tiene nada que ver con la pureza de la raza aria. Los soldados y oficiales roban todo lo que pueden a sus víctimas. No hablo de lo que me han contado otros soldados; tuve que ser testigo ayer de la manera de actuar de la Einsatzgruppe D.

Un oficial llamado Woole me llevó con uno de los grupos. Después de registrar varios edificios, capturaron a cincuenta judíos. Había familias enteras, con mujeres y niños incluidos. Los despojaron de todo lo que tenían, los cargaron en camiones y los llevaron a las afueras de la ciudad.

—Creo que podrá informar a Himmler de la eficacia de la unidad, la media de judíos eliminados es más alta en nuestro cuerpo que entre la Policía de Campaña y la Policía Secreta de la Werhmacht —me dijo el capitán Woole mientras nos dirigíamos con la caravana hasta la zona de descarga.

—La eficacia es indudable —le comenté.

—Tenemos algunas bajas por depresión, ya sabe que hay gente que no tiene estómago para ciertas cosas —explicó el capitán.

Los coches se detuvieron junto a la carretera, la nieve cubría con un brillante manto blanco los bosques cercanos. Pensé en mis vacaciones de invierno en Suiza con mi padre, donde solíamos pasar todas las Navidades esquiando. Miré a los pobres diablos que bajaban de los camiones a empujones. Mantenían la cabeza gacha, con expresión de resignación y un silencio que helaba la sangre, ni los niños lloriqueaban. Les hicieron caminar sobre la nieve unos trescientos metros y los situaron frente a una fosa profunda.

—Quítense las chaquetas y los zapatos y déjenlos a un lado —vociferó un sargento.

La gente comenzó a desvestirse, muy despacio. El sargento perdió la paciencia y golpeó con su fusil a varios prisioneros. Todos reaccionaron con rapidez y en un par de minutos estaban a cuerpo, descalzos y en silencio. De repente, una mujer empezó a pedir a gritos que la dejaran irse y todos los prisioneros vociferaron. Los niños se contagiaron de la desesperación de sus padres e intenté pensar en otra cosa mientras los soldados colocaban en filas a los prisioneros y abrían fuego. El proceso se repitió cuatro veces, las voces fueron amortiguándose a medida que las balas hacían su trabajo.

Mientras regresábamos a la ciudad, permanecí en silencio. Sin duda había que informar de aquello a Himmler. Era un despilfarro de balas y hombres que no nos podíamos permitir. Si queríamos limpiar Crimea antes de que terminara la guerra, había que utilizar métodos más rápidos, baratos y limpios.