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La Guarida del Lobo, Prusia Oriental, 27 de julio de 1941

Los bosques de hayas no parecían tener fin. La naturaleza lleva milenios reinando en aquellos alejados parajes y la mano del hombre apenas ha logrado arañar algo a esos centenarios árboles que crecían a los lados de la carretera.

En medio de la masa forestal apareció una casa de madera y los controles militares se fueron sucediendo monótonamente. El soldado que conducía tuvo que enseñar el permiso en varias ocasiones hasta que llegamos frente, a lo que parecía una modesta casa de campo.

La casa era amplia, pero su sencillez me recordó a un monasterio. Bruno Beger y yo caminamos en silencio por los pasillos alargados en penumbra. La fachada exterior no reflejaba el laberinto de pasillos que llevaban hasta el corazón del Tercer Reich. Aquí el führer comunicaba sus órdenes a los victoriosos ejércitos alemanes.

Aquel había sido un buen año para Alemania. Nuestras tropas habían conquistado Noruega, Dinamarca, los Países Bajos, Bélgica, Francia, Yugoslavia y Grecia. Tres millones de nuestros bravos soldados comenzaban a invadir la tierra de los bolcheviques y en dos semanas la Wehrmacht se había apoderado de Lituania, Letonia, Estonia, Bielorrusia y Ucrania. Mientras el objetivo principal de invadir Leningrado estaba casi en nuestras manos, nuestros ejércitos también conquistaban la península de Crimea.

Nos llevaron hasta un despacho amplio y poco iluminado y nos hicieron esperar allí. Después de cinco minutos en silencio, Bruno comenzó a hablar.

—Estamos en el refugio secreto del führer. Cuando se lo cuente a mi familia no me va a creer —dijo sonriente. Su pelo rubio y sus grandes ojos le daban un aspecto infantil, pero su enorme estatura y musculatura sobrepasaban la media.

—No podemos hablar a nadie de nuestra visita. Ya sabes que Himmler nos lo ha advertido, esta operación es de máximo secreto —le dije sin muchas esperanzas de que me hiciera caso.

—Thomas, tú sabes perfectamente que nuestra misión es desenterrar obras antiguas. Lo que le cuente a mi mujer no va a poner en peligro la seguridad del Estado.

—No sabemos la trascendencia de la nueva misión, pero debe de ser muy importante. Nos han traído hasta aquí —le dije señalando la habitación—. El refugio secreto de Hitler.

Escuchamos murmullos en la habitación de al lado. La puerta se abrió y la figura de Himmler apareció ante nosotros antes de que pudiéramos reaccionar. El segundo hombre más poderoso de Alemania, en contra de lo que muchos piensan, es un hombre sencillo, sonriente y que siempre se comporta con una educación exquisita.

—Caballeros —dijo Himmler mientras se acercaba a nosotros—. Siéntense, por favor. Será mejor que nos ahorremos las formalidades.

Nos sentamos sin poder disimular la ansiedad que suponía para nosotros estar en presencia de aquel hombre tan poderoso.

—Saben que no es normal que les cite en este lugar, pero la misión es de máximo secreto y aunque la Ahnenerbe supervisa la operación, podemos decir que, en este caso, el objetivo comparte intereses con otros departamentos de las SS —nos explicó. Después se acercó a los sillones en los que estábamos sentados y ocupó uno de ellos.

Bruno y yo permanecimos en silencio. Estábamos acostumbrados a recibir instrucciones. En el poco tiempo que llevaba en las SS había aprendido que muchas de las órdenes eran verbales y que había que estar muy atento para llevarlas a cabo.

—En la habitación de al lado está nuestro amado führer; antes de que se vayan, los saludará. Esta misión será supervisada directamente por él. Si se realiza con éxito, eso supondría un verdadero salto en su carrera —dijo Himmler, sonriente.

Nos mantuvimos en silencio. Uno de los secretos para prosperar en Alemania era hablar poco y obedecer sin rechistar.

—Hitler quiere que la recién invadida Crimea se convierta en uno de los territorios por colonizar por nuestro glorioso pueblo alemán. El clima mediterráneo de esa zona, su fertilidad y su fauna convierten a ese territorio en uno de los lugares privilegiados para comenzar nuestra política de colonias alemanas —dijo Himmler.

—¿Qué podemos hacer nosotros? No somos ingenieros agrícolas, somos simples investigadores del pasado —dijo Bruno, algo confuso.

—Crimea fue durante mucho tiempo el patio de recreo de los zares. Incluso hay una obra de Chéjov sobre esa hermosa tierra. ¿La han leído?

Dudé en responder por unos momentos. En la Alemania de Hitler, ser lector se había convertido en motivo de sospecha.

—Sí, señor —contesté en tono bajo.

—Nuestro führer cree que Crimea es un territorio perfecto para que nuestra raza aria se desarrolle plenamente. Como sabrán, los godos, nuestros antepasados, se instalaron allí durante mucho tiempo. Crimea será racialmente pura antes de que termine el año y ustedes ayudarán en esa gloriosa misión.

—¿Nosotros? ¿En qué podemos ayudar? —preguntó Bruno.

—La península está infestada de judíos, tártaros, gitanos, rusos, armenios, georgianos y ucranianos. Tenemos que limpiar el territorio y establecer allí a buenas y sanas familias alemanas —dijo Himmler, sonriente.

—¿Qué haremos con los habitantes actuales? —preguntó Bruno inocentemente.

—No se preocupen, nos encargaremos de ellos. Al fin y al cabo, aquel territorio fue alemán y solo recuperamos lo que es nuestro.

Bruno se puso muy serio y yo intenté romper la tensión del ambiente con un comentario de los que les gustaban a los viejos nazis como Himmler.

—No sabía que ya habíamos liberado Crimea de los rojos.

—Bueno, lo que les voy a contar es máximo secreto. El general Erich von Manstein acaba de comenzar la invasión con el XI Ejército. Ustedes tienen que reunirse con él inmediatamente. Ese cabeza cuadrada no sería capaz de distinguir un ario de un judío aunque llevasen carteles en el pecho —dijo Himmler muy serio.

Bruno y yo dudamos si reír o no. Al final preferimos no hacerlo.

—Su misión es muy sencilla. Son los expertos que ayudarán al ejército a seleccionar a la población racialmente apta y a la que no lo es. Su trabajo es de vital importancia —dijo Himmler.

—Pero, nunca hemos… —dijo Bruno.

—Dispondrán de todo un equipo de ayudantes. Sé que el trabajo es ingente, pero confío en su capacidad —dijo Himmler sin dejar que Bruno terminara de hablar.

Nuestro interlocutor se puso en pie y los dos saltamos del asiento como si tuviéramos un resorte.

—Ahora Hitler los recibirá. No digan nada, únicamente respondan si él les pregunta —les advirtió Himmler.

Los tres caminamos hasta la sala contigua. En contra de lo que imaginábamos, Hitler estaba solo, sentado en una silla, con un libro en las manos y escuchando música.

Heil Hitler! —dijo Himmler, y nosotros repetimos el saludo.

El líder levantó la mano despacio y nos miró sonriente, pero sin despegarse del sillón.

—Espero que sepan dar a Alemania el servicio que les pido. Crimea será una de futuras provincias del Reich, pero antes hay que deshacerse de toda la bastardía judía impura —dijo Hitler levantándose del sillón y aproximándose a nosotros.

—Imagino lo que piensan, ¿quiénes somos nosotros para arrancar a esa gente de sus hogares? No soy un desalmado, aunque algunos me juzguen injustamente. Esa tierra es alemana, como ustedes sabrán, nuestro espacio vital está en juego. Nosotros no tenemos colonias en las que puedan asentarse los alemanes. Saben que desde que recuperamos los territorios de Polonia, los Sudetes y el Sarre, millones de buenos alemanes han regresado al Reich, pero Alemania tiene un espacio limitado —dijo Hitler casi sin aliento. Después se paró en seco y se acercó directamente a mí. Me clavó sus ojos azules y, sin pestañear, continuó hablando—. Tienen que olvidar todas esas monsergas de la compasión y el amor al prójimo. Son engaños judaicos. ¿Cuándo los enemigos de Alemania nos han tratado bien? ¿Acaso nos perdonaron las fuertes reparaciones que nos exigían, nos devolvieron lo que nos habían robado? No, tuvimos que cogerlo nosotros mismos. Simplemente vayan allí y regresen con el informe que les pedimos. Esperamos repoblar toda la zona en cuanto termine la guerra. No creo que los soviéticos resistan hasta el año que viene.

Himmler dio un paso al frente y se puso a nuestro lado.

—Estos hombres son dos de los mejores miembros de la Ahnenerbe. Bruno Beger fue uno de los miembros de la expedición al Tíbet —dijo Himmler.

Hitler se acercó al gigantesco Bruno y lo miró fijamente. Al führer le crispaba la gente más alta que él, pero sonrió al oficial y apoyó una mano en su brazo izquierdo.

—No sabe cuánto lo envidio. Me hubiera gustado marchar con ustedes al corazón mismo de nuestra raza. En aquellas montañas nacieron nuestros ancestros. Espero que esta misión sea cuanto menos igual de productiva —dijo Hitler, emocionado.

Bruno pensó decir algo, pero se quedó con la boca abierta, sin poder pronunciar palabra.

—El oficial más joven es Thomas Kerr, uno de los estudiantes más aventajados en antropología de la universidad de Múnich —dijo Himmler.

El führer asintió con la cabeza y con una voz potente, dijo:

—Ahora, muchachos, hagan su trabajo y su führer sabrá recompensarlos.

Heil Hitler! —dijimos los tres, y Bruno y yo nos dirigimos a la salida.

Con las piernas aún temblorosas llegamos hasta el coche y, sin mediar palabra, nos introdujimos en el vehículo. Apenas teníamos veinticuatro horas para preparar nuestros bártulos y dirigirnos a Crimea.

No puedo negar que el führer me ha impresionado. Sin duda es un hombre implacable, pero creo que no ha podido pasarle nada mejor a Alemania que el hecho de que sea él quien gobierne nuestra gran nación.