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Oxford, 26 de diciembre de 2014

María prefería prescindir de sus hábitos para perseguir a sus objetivos, pero como Allan y Ruth ya la conocían, decidió además ponerse una peluca pelirroja, un abrigo largo, un gorro de invierno y unas grandes gafas de sol. No tardaron en aparecer delante de la oficina de correos. El recibo sobre la mesa del despacho de Allan no dejaba lugar a dudas, en algún momento pasarían a por el paquete y saldrían de su escondrijo.

La monja intentó seguirlos a cierta distancia, todas las precauciones eran pocas. Sus órdenes eran precisas: recuperar el paquete, eliminar a los tres objetivos y regresar a Roma. Estaba acostumbrada a matar. Sabía que lo hacía por una buena causa y, si era necesario, mataría a su propia familia para salvar a la Iglesia.

Los siguió con la mirada y, cuando vio que se metían en la cafetería, se situó cerca de uno de los ventanales. Aquel sitio era demasiado público, tendría que esperar un momento mejor.

Sus pensamientos se confundieron rápidamente con la letanía de sus rezos, la única manera de olvidarse de todo era que su mente se llenara de palabras, aunque de tanto repetirse estaban perdiendo su sentido.