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Oxford, 26 de diciembre de 2014

Las calles de la ciudad estaban repletas de turistas y estudiantes que habían optado por pasar las fiestas en la ciudad-universidad. Personas de los cinco continentes recorrían las atracciones turísticas de la hermosa urbe de piedra. Durante siglos, aquel había sido un lugar de recogimiento que fomentaba la reflexión, pero en la actualidad no se diferenciaba mucho de cualquier otra ciudad turística. La cultura también vendía, aunque a veces fuera a costa de la paciencia de profesores y alumnos.

Allan, Ruth y Giorgio paseaban entre los transeúntes como si formaran parte de la masa de turistas despistados. Su indumentaria era sencilla y cómoda. No querían levantar sospechas, sus perseguidores no podían andar lejos y era evidente que intentarían robarles el paquete en cuanto llegara a sus manos.

La oficina de correos no estaba muy lejos de la casa de Sara. En unos minutos se encontraron frente a la puerta de madera y Allan registró sus bolsillos en busca del recibo de correos, pero no lo encontró por ninguna parte.

—¿Cómo es posible? He debido dejarlo en mi otro pantalón —dijo Allan, enfadado.

—Me imagino que te conocen. No creo que te lo pidan —dijo Rabelais.

—No creas, algunos empleados de correos se creen los guardianes de los secretos de Isis —dijo el antropólogo tras desistir en su búsqueda.

—Podemos volver a tu casa —comentó Ruth.

—Es demasiado peligroso. Puede que la tengan vigilada —dijo Allan.

—Pues habrá que arriesgarse —concluyó el sacerdote.

Entraron en la oficina, estaba atestada de gente. En esas fechas todo el mundo mandaba postales de felicitación o paquetes para sus familiares. Después de un buen rato, le tocó el turno a Allan.

—Vengo para recoger un paquete —le dijo a la oficinista.

—¿Sería tan amable de enseñarme su resguardo?

—La verdad es que no lo tengo conmigo. Mi nombre es Allan Haddon, profesor de…

—No me cuente su vida. Le he pedido el resguardo. Si no lo tiene, vuelva en otro momento.

—Es algo muy importante. Si no lo recupero…

—Lo entiendo, señor…

—Haddon.

—Señor Haddon. Aquí debemos cumplir unas normas. Será mejor que regrese otro día. Hay mucha gente esperando —dijo la mujer mientras hacía un gesto para que pasara el siguiente.

—Quiero hablar con el responsable de la oficina —dijo Allan.

—No hay excepciones —cortó la mujer, tajante.

—Por favor, ¿puede llamar al encargado? —dijo Allan subiendo el tono de voz.

Ruth dio un paso al frente e intervino en la discusión.

—Perdone a mi padre, es un hombre muy despistado. Ya sabe como son los profesores universitarios. El caso es que ese paquete lo ha mandado mi madre, que está en una misión humanitaria en la India, en una escala que ha hecho en Roma. Es la primera Navidad que pasan separados y mi padre está desquiciado.

La mujer sonrió a la chica y, sin decir palabra, se levantó de la mesa y se dirigió al fondo. Regresó con un paquete, hizo que Allan firmara una hoja y se lo entregó guiñándole el ojo.

Cuando los tres salieron de la oficina de correos, el italiano no pudo refrenar sus ganas de reírse. Allan lo miró de reojo y apretó el bulto contra el pecho. Fuera lo que fuera lo que contenía, en aquel momento lo único que quería el profesor era sentarse en un café y tomarse un té muy caliente.