Oxford, 25 de diciembre de 2014
Giorgio Rabelais llevaba demasiado tiempo luchando a favor de los pueblos indígenas como para no saber que en la vida siempre pierden los mismos. Había conocido a Allan en una de sus expediciones, y desde el principio surgió una amistad que parecía indestructible. Los dos eran muy distintos. El inglés era pragmático, algo atildado y absolutamente convencional. Él, en cambio, perdía mucho tiempo en cosas pequeñas, disfrutaba paseando sin rumbo por Roma o tomando un café mientras la gente caminaba con prisa de un lado para el otro.
Los últimos días habían logrado romper esa monótona felicidad del que cree que toda su vida ya está solucionada y que el único contratiempo que desea es adelantar su jubilación. En el horizonte del sacerdote la lista de causas perdidas dejaba de tener importancia.
—Cuando Ruth llegó con el paquete, pensé que los dioses me habían maldecido. Aquella misma semana tenía un viaje programado a los Estados Unidos, me habían pedido que diera una serie de charlas sobre la cultura maya y la supervivencia de sus creencias en Yucatán. Había demorado la preparación de la ponencia y ya estaba en ese límite en el que uno sabe que no puede demorar más las obligaciones —dijo Rabelais.
—Entiendo que eso os pase a los italianos, pero a un inglés nunca… —empezó Allan.
—No, claro. Los ingleses sois muy serios y disciplinados, por eso habéis creado la cultura clásica, el Renacimiento y… —dijo el italiano, molesto.
—Vale, perdona —contestó Allan, intentando calmar a su amigo.
—Aquella mañana abrí la puerta a Ruth sin saber que estaba metiéndome en un verdadero problema —dijo Rabelais.
—Lo lamento, no era mi intención —se disculpó la chica.
—No es culpa de nadie. La vida es siempre mucho más interesante que nuestras expectativas, de otro modo, sería todo muy aburrido —dijo él, intentando tranquilizar a Ruth.
—Siempre tan positivo. Ahí donde lo ves, es un luchador nato. No hay causa justa a la que no se haya unido —dijo Allan.
—Bueno, cuando uno envejece, las cosas parecen menos blancas o negras.
Allan puso sobre la mesa los libros de Evans-Pritchard. La lista era corta pero muy interesante.
—El profesor tenía un ejemplar del libro del profesor Günther titulado Die Rassen Elemente in der Geschichte Europas[3]. El otro libro también es de Günther, Rassenkunde des Deutschen Volkes[4] —leyó Allan.
—¿No os parece extraño que el profesor tuviera esos títulos en su biblioteca? —preguntó Ruth.
—Fueron dos libros muy conocidos en su tiempo, en aquella época muchos estudiosos europeos y norteamericanos defendían las ideas de diferenciación de las razas basándose en la sociología darwiniana —dijo el sacerdote.
—En 1922, Madison Grant escribió La desaparición de la gran raza —apuntó Allan—. De hecho está aquí, es otro de los libros del profesor.
—¿Qué defendía Günther? —preguntó Ruth.
—Él tenía la teoría de que existían cinco razas europeas: la nórdica, la mediterránea, la dinárica… —enumeró el italiano.
—Eso es pura fantasía —dijo Allan.
—Es cierto, pero en aquella época todos creían en esas teorías. Günther defendía que los grupos humanos de sangre verdaderamente pura eran muy raros. Todos los europeos, incluidos los alemanes, eran una mezcla de varias razas —explicó el italiano.
—Entonces, ¿la idea de la raza aria…? —preguntó Ruth.
—Eso debería haberlo alejado de sus ideas racistas. Si no hay razas puras, la raza aria no podía serlo, pero su reacción fue justo la contraria. Había que encontrar los elementos canónicos y fomentar que se reprodujeran, de esa forma se recuperaría la pureza —dijo el italiano.
—¿Y quién era capaz de determinar esa pureza? —preguntó Ruth, extrañada.
—Los antropólogos nazis crearon un complejo sistema de medición de cráneos y cuerpos, registro del tipo del cabello y del color de los ojos, entre otras cosas —dijo Allan.
—Pero eso es muy subjetivo y superficial —dijo Ruth.
—Sí, lo es. Aunque al que quiere confirmar una teoría en vez de comprobarla, le basta con unos simples indicios o coincidencias —dijo Allan.
—El libro de Günther se hizo famoso porque en él describía la supuesta raza de muchos personajes conocidos. Para él, Maquiavelo era dinárico, y Leonardo era nórdico como Byron y el duque de Wellington; por el contrario, algunos sujetos eran judíos, como el líder comunista Lasalle. Lo que quería transmitir Günther era que todo lo bueno y bondadoso era nórdico o ario y lo malo semita o judío.
—Una verdadera locura, que, por desgracia, desencadenó un holocausto poco después —dijo Allan.
Los tres permanecieron en silencio unos instantes. Después Ruth abrió de nuevo el fuego.
—¿Qué es lo que mi abuelo quería que vieras?
—No seamos impacientes, mañana recogeremos el paquete a primera hora —dijo Rabelais con una sonrisa.
Allan compartía la misma curiosidad que la joven.
—Será mejor que descansemos —propuso Allan.
—Sí, llevo tanto tiempo sin dormir en una cama que se me ha olvidado qué se siente al tumbarse uno sobre un colchón —dijo el sacerdote.
—Pues lo lamento, creo que tú y yo dormiremos en el sofá cama que hay en el salón. Ruth tiene una habitación aparte.
Los tres se dirigieron a sus respectivas habitaciones.
Cuando Ruth se tumbó en la cama se dio cuenta de lo cansada que estaba. Parecía que las cosas comenzaban a funcionar por fin. No sabía qué era aquello que había permanecido oculto durante tantos años, pero se sentía parte de algo importante por primera vez en su vida.