Toledo, 25 de diciembre de 2014
El arzobispo repasó las noticias del Vaticano y no pudo menos que alegrarse al leer sobre el estado de salud del papa. Aquel anciano comenzaba a dar las primeras muestras de debilidad. Después de tres papas conservadores, que habían llevado a la Iglesia a las puertas del fanatismo, Roma tendría un pontífice liberal, un miembro de los Hijos de la Luz y, después de casi doscientos años, la organización secreta recuperaría todo su poder sobre la Iglesia. Napoleón había creado los Hijos de la Luz en plena lucha entre la Iglesia y los principios revolucionarios que él promovía. Había sido sencillo colocar a miembros de la sociedad secreta en la jerarquía francesa y en otros territorios ocupados, pero Roma se mantuvo casi impermeable a sus intentos de dominación. Ahora que los Hijos de la Luz tenían miles de miembros en toda la escala jerárquica de la Iglesia y eran mayoría entre los cardenales, la elección del papa que ellos querían estaba asegurada.
El arzobispo se levantó de la silla de terciopelo rojo y caminó por el despacho mientras se imaginaba saludando a la multitud en la plaza de San Pedro. La llamada de su secretario lo sacó de sus ensoñaciones y lo devolvió a la cruda realidad.
—Excelencia, tenemos noticias de Inglaterra —dijo el secretario.
El príncipe de la Iglesia miró a su subordinado algo molesto y regresó a su silla.
—El Ruso está en Oxford y tiene localizados a Allan Haddon y Ruth Kerr, espera sus órdenes para actuar.
El arzobispo meditó por unos segundos. El papa estaba enfermo, tal vez era mejor que esperasen a que la naturaleza hiciera el trabajo sucio, pero el riesgo de que los nuevos nombramientos de cardenales volvieran a desequilibrar la balanza le preocupaba.
—Creo que será mejor eliminarlos. No quiero testigos molestos. En cuanto tengamos el objeto, que el Ruso se ocupe de ellos —dijo el arzobispo.
—Sí, señor. Rabelais ha llegado a Oxford —comentó el secretario.
—Estupendo, eso facilita las cosas —dijo el arzobispo, sonriente.
El secretario se retiró del despacho y la mente del arzobispo comenzó a divagar de nuevo. Le gustaba la sensación que producía acariciar con los dedos algo que llevaba esperando toda su vida.