Oxford, 25 de diciembre de 2014
El vuelo terminó sin sobresaltos. Allan y Ruth llegaron rápidamente y, a pesar del agotamiento y la tensión, sentían por primera vez que estaban en casa. Un hombre de negocios que también había pilotado su avioneta desde Alemania accedió a llevarlos a Oxford. Cuando Allan contempló los vetustos edificios, con el color rojo de los ladrillos, dejó que sus preocupaciones desaparecieran en el cuidado césped de la universidad.
Allan y Ruth caminaron en silencio entre los pabellones. No vieron a nadie. Los estudiantes habían regresado a casa para pasar esos días con sus familias, los profesores descansaban en sus hogares al calor de las chimeneas, junto a los árboles de Navidad repletos de paquetes.
El profesor abrió la puerta de la pequeña casa, ascendieron por las escaleras estrechas después de dejar los abrigos en la percha de la entrada. El olor a madera y polvo inundó su olfato cuando llegaron al despacho. Allan contempló sus amados libros, el viejo sofá de color burdeos y las vidrieras que centelleaban bajo la luz de aquel día de diciembre. Aquel era su pequeño reino.
—Deja que me cambie. Apesto —dijo Allan mientras se dirigía al cuarto de baño. Desde allí gritó a Ruth que buscara algo de ropa que le pudiera servir y la joven miró en el armario. Todo le estaba enorme, pero escogió una gran sudadera de la universidad y un pantalón que, por el tamaño, debía pertenecer a alguna alumna ligera de cascos que había pasado alguna noche con el profesor.
Ruth preparó un té. Se sentó con las piernas encogidas en el sofá y dejó que el aroma penetrara por sus fosas nasales. Cuando Allan salió, con el pelo mojado y una toalla alrededor de la cintura, Ruth no pudo evitar contemplar los músculos de su pecho desnudo.
—Un té, que buena idea —dijo él tomando su taza. Se sentó al lado de la joven y, con la mirada perdida en el paisaje, permaneció en silencio unos instantes.
—Ahora entiendo por qué no querías meterte en problemas. Esto es el paraíso —dijo Ruth sin poder contener la emoción de sentirse a salvo.
—No es oro todo lo que reluce. Me crie entre estas piedras, mi madre trabajaba en un pub cercano, mis compañeros de juegos eran doctorandos y profesores, por eso sé lo que encierra de verdad esta ciudad —dijo Allan.
—El hombre es un lobo para el hombre, ¿no? —dijo Ruth.
—Por desgracia, sí. La civilizada Oxford no es una excepción. El mundo académico es muy endogámico. Sagas familiares que llevan décadas, algunas cientos de años, dirigiendo este pequeño oasis de conocimiento. He visto a jóvenes suicidarse por no conseguir una plaza de adjunto, profesores que asesinaban a sus mujeres por celos. Bueno, la comedia humana, como diría Balzac —dijo Allan.
—Pero, a pesar de todo, sigues aquí —dijo Ruth.
—Es adonde pertenezco. Muchos se pasan toda la vida buscando su lugar en el mundo, yo nací en él.
Ruth miró de nuevo por la ventana. Ella llevaba casi toda su corta vida buscando ese lugar.
—No estoy segura de que pertenezcamos a un sitio, tal vez solo pertenecemos a las personas que amamos. Donde ellas están, ese es nuestro lugar —dijo Ruth.
—Entonces yo no existo. Mi padre murió cuando yo era un niño y mi madre falleció hace cuatro años, no tengo a nadie, Ruth —dijo Allan con la voz entristecida por los recuerdos.
—Bueno, seguro que hay alguien.
Permanecieron en silencio unos instantes y después Allan terminó de vestirse. Ella se fue al baño y el profesor intentó poner algo de orden en su correo.
—¡Ruth! —gritó Allan cuando vio un recibo de correos.
La chica corrió desde el baño a medio vestir. No era normal que Allan gritara de aquel modo.
—¿Qué sucede?
—Hay un paquete en correos. Se me había olvidado por completo —dijo él, eufórico.
—¿Un paquete? —preguntó, extrañada.
—Viene de Roma, lleva aquí casi una semana —dijo Allan sacudiendo el papel en sus manos.
—¿Es de Giorgio?
—Tiene que ser suyo. No hay remitente, pero no conozco a nadie más en Roma —dijo Allan, sonriente.
—Estupendo —dijo ella, nerviosa. Por un lado prefería seguir junto a Allan por tiempo indefinido, y descubrir aquel misterio supondría el final de su amistad, pero por otro, tenía que llegar al fondo de este asunto.
—Pero hoy es Navidad, tendremos que esperar a mañana —recordó él.
—¿Es seguro permanecer tanto tiempo aquí? —preguntó Ruth.
—No, será mejor que nos marchemos —dijo.
—Pero ¿adónde?
—Pasaremos el día en la biblioteca, los profesores tenemos acceso a ella todos los días del año —dijo Allan, terminando de vestirse.
—¿Dónde dormiremos? —preguntó la chica.
Llevaban varios días corriendo de un lado al otro de Europa y se sentía agotada. Allan la miró por unos momentos y percibió el miedo en el rostro de la chica, temor de que ninguno de los dos saliera vivo de esta.
—Tengo varios buenos amigos aquí. Le pediré a Sara, una de las hijas de sir Edward Evan Evans-Pritchard, el profesor de mi madre, que nos deje dormir en su apartamento.
—Será mejor que nos marchemos, no sé cuánto tardará la policía en venir a buscarnos —dijo Ruth.
Los dos se pusieron los abrigos y recorrieron la ciudad universitaria. Se cruzaron con poca gente. Cuando entraron en la biblioteca, el calor del ambiente les devolvió de nuevo la calma.
Universidad de Oxford