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Auschwitz, 8 de junio de 1943

El asistente de Bruno Beger se acercó hasta él y le comunicó la hora de partida. El oficial de las SS se disculpó amablemente ante el dueño de la posada y se colocó su gorra negra. El pueblo de Oswiecim no distaba mucho del campo de concentración de Auschwitz, pero en comparación parecían el cielo y el infierno.

Beger caminó junto a su asistente, Wilhelm Gabel, un escultor que había entrado en la Ahnenerbe como casi todos, buscando un medio para sobrevivir y prosperar rápidamente en el complejo sistema de corruptelas nazis. Beger lo había conocido cuando sacaba moldes de los tibetanos en las expediciones que habían hecho juntos a principios de los años treinta. Ahora tenía que hacer el mismo trabajo con prisioneros judíos.

Gabel se sentía igual de asqueado con su trabajo que Beger, pero cada mañana se armaba con mil excusas que lo ayudaran a seguir adelante. Sabía que no existía mayor cobardía que intentar vivir cada día con un poco menos de dignidad, pero él no había elegido nacer en aquella Europa loca que se deslizaba hasta el desastre.

—¿Dónde estará Hans? Siempre llega tarde. Quiero hacer el trabajo y regresar a Berlín lo antes posible —dijo Beger, enfadado.

—Dicen que las cosas en el frente ruso marchan muy mal —comentó Gabel.

—Contrapropaganda para desanimar a los hombres del Reich —dijo Beger sin mucho interés. En la Ahnenerbe había decenas de informadores de la Gestapo que intentaban descubrir traidores y desengañados para ahorcarlos o enviarlos al frente.

El doctor Hans Fleischhacker era un viejo amigo de Beger, lo había acompañado al Caúcaso y su especialidad era examinar el color de la piel de los judíos. Aquella mañana debía llegar con su asistente, Thomas Kerr, un joven estudiante de antropología que lo ayudaba desde hacía tiempo.

Los dos hombres se sentaron en el hermoso jardín del hotel, junto a la estación de tren, y dejaron que el sol del verano relajara sus mentes por un rato.

—No me gusta Auschwitz —dijo Gabel.

Beger se enfadó, aquel tipo no sabía la suerte que tenía. La mayor parte de los jóvenes de Alemania moría cada día en la estepa rusa y él solo tenía que hacer unos moldes a unos cerdos judíos, que comían y dormían a costa del Estado.

—Guárdese sus comentarios para usted, no estamos en el patio del colegio, esto es la vida real —dijo Beger intentando no perder los nervios.

El doctor Fleischhacker llegó con su asistente y los cuatro hombres se dirigieron en coche hasta el campo. Beger ya había estado allí en varias ocasiones. Unos días antes se había encargado de elegir a los prisioneros, ahora tenían que medirlos, realizar los moldes, terminar el examen y volver a Berlín.

Atravesaron los controles del campo y se adentraron entre los barracones de ladrillo rojo; las calles pavimentadas, cada una con su nombre, la hacían parecer una tranquila ciudad modelo. Pero Beger y sus hombres sabían lo que se hacía allí, aquello era una fábrica de muerte y horror.

Beger se bajó del vehículo y observó por unos segundos el humo negro de las chimeneas. El olor era la única cosa que los nazis no habían logrado disimular en Auschwitz, como si la verdad se resistiera a ser manipulada hasta el extremo de desaparecer sin más.

El bloque 28 permanecía en silencio a pesar del centenar largo de prisioneros que formaba delante del barracón. Las mujeres eran guapas a pesar de su pelo rapado, el traje sucio a rayas y la delgadez. Él mismo se había encargado de seleccionar lo mejor que había en el campo.

Gabel bajó su instrumental del vehículo y los otros tres oficiales se apearon entre chanzas. El doctor Fleischhacker bromeó sobre el aspecto de algunas prisioneras y su asistente, Kerr, intentó disimular sus nervios; era la primera vez que entraba en el campo.

—Señor —dijo un joven oficial, apenas un crío.

—Teniente Beger —contestó este.

—Ya está todo dispuesto. Llegué ayer para preparar a los prisioneros; se muestran colaboradores y no creo que den problemas.

—Gracias —dijo Fleischhacker, saludando militarmente al joven oficial.

—Mire, doctor Fleischhacker, hay prisioneros de diferentes regiones: Grecia, Alemania, Polonia, Francia, los Países Bajos, Noruega y Bélgica. Yo creo que es una muestra significativa —dijo Beger, mientras con sus guantes blancos tocaba el rostro de algunos de los prisioneros.

La larga fila de judíos se mostraba impasible. La mirada baja, el cuerpo rígido por el miedo y la angustia.

—Varios son de Salónica. Es el mejor material que ha llegado últimamente por aquí —dijo Beger, mientras Kerr apuntaba algunos detalles que le dictaba el doctor.

Fleischhacker examinaba por encima a los prisioneros. Con su bata blanca, les transmitía una falsa seguridad, la creencia casi inviolable de que un médico nunca puede hacer daño a sus pacientes.

—No todos son judíos. Hay dos cristianos polacos, dos uzbecos, un mestizo mitad uzbeco y mitad tayiko, y también tenemos un chuvasio —dijo Beger enseñando sus trofeos al médico.

—Pero a estos no hace falta incluirlos —dijo Fleischhacker.

—Me los ha pedido el departamento que investiga Asia, no he sabido negarme —dijo Beger.

—Son unos especímenes excepcionales. Lo felicito —dijo Fleischhacker, complacido.

—Los ciento quince mejores de todo el campo. Nos ha costado semanas seleccionarlos. No saben que van a realizar un gran servicio a la ciencia —dijo Beger.

—Los grandes avances siempre han sido así —dijo Fleischhacker.

La revisión general duró más de cuatro horas. Los cinco alemanes quedaron exhaustos, pero preferían acabar cuanto antes y regresar a casa para descansar junto a sus familias. Aún tendrían que emplear un par de días más antes de volver a Berlín, pero por hoy el trabajo había terminado.

Tomaron su coche y se dirigieron satisfechos al hotel. Los acompañaba el joven oficial que los recibió junto al bloque 28. Cuando llegaron, ya tenían una suculenta cena encima de la mesa. Se ducharon para quitarse el olor a sudor y muerte, después bajaron al jardín y, bajo un cielo estrellado y sin nubes, comieron y bebieron. Cuando el alcohol comenzó a hacer su efecto, cantaron viejas canciones de amor y amistad. Estaban ayudando a convertir Alemania en un lugar mejor, aunque antes tenían que contribuir a limpiarla para siempre.