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Roma, 24 de diciembre de 2014

El papa caminó por la gran basílica mientras la multitud seguía entrando en la sala abarrotada. Las potentes luces iluminaban el impresionante edificio. El mármol resplandecía mientras los mantos púrpuras, rojos y el armiño papal se acercaban al altar. Los órganos retumbaban inundando Roma de música. El silencio reverencial de los fieles contrastaba con los fuegos artificiales que iluminaban la noche de la Ciudad Eterna.

El sumo pontífice se detuvo frente al altar y se santiguó. La tensión de los últimos días lo mantenía cansado y abrumado por los problemas. Se dirigió a su trono y se sentó mientras la ceremonia daba comienzo.

Escuchó la misa en silencio, meditabundo y con los ojos cerrados. Sabía que las cámaras de medio mundo estaban reproduciendo cada uno de sus gestos, pero no tuvo ánimo ni fuerzas para intentar disimular su fatiga. En los últimos meses había perdido gran parte de su vitalidad, había llegado al solio pontificio casi sin fuerzas, cuando la vida le pedía que se retirase. Dios exigía sacrificios más grandes, pero recompensaba añadiendo fuerzas a su cansado cuerpo.

Cuando tuvo que dirigirse al púlpito, notó que las piernas le flaqueaban. No era la primera vez, seis semanas antes había tenido que guardar reposo durante varios días mientras la cristiandad entera rezaba por él.

Caminó unos pasos, pero las fuerzas le faltaban. Comenzó a sudar copiosamente y se tambaleó. Varios sacerdotes se acercaron corriendo para sujetarlo, pero fue demasiado tarde. El papa se desvaneció. La congregación dio un grito de horror y la guardia suiza comenzó a desalojar la iglesia. Las cámaras seguían grabando mientras cuatro sacerdotes sacaban al papa. El mundo entero se conmovió. El líder más importante de la cristiandad estaba enfermo.