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Berlín, 24 de diciembre de 2014

Ruth Kerr escuchó los gritos en el piso de arriba. El agente de policía no le había hecho mucho caso. Después de pedirle que esperara sentada, se había marchado a charlar tranquilamente con otros dos compañeros. Ruth imaginaba que, siendo Nochebuena, a los policías no les hacía mucha gracia estar de servicio. Se levantó de un salto y, sin pensarlo, se dirigió a la puerta trasera, que daba a un jardín. Cuando alzó la cabeza, vio a Allan corriendo por los tejados. El inspector jefe lo seguía como podía, pero si los policías no lo alcanzaban desde el suelo, Allan se escaparía.

Ruth saltó la valla del jardín y corrió por el césped mientras pasaba a la otra calle. No podía ir al encuentro de Allan, si lo hacía los cogerían a los dos. La única solución era buscar un sitio seguro y luego intentar dar con él.

La chica sentía el corazón en un puño, el pulso acelerado y un dolor intenso en el pecho. Se le pasó por la cabeza que existía la posibilidad de no poder volver a encontrar a Allan, pero intentó apartar esos pensamientos de su mente. Cuando miró hacia atrás comprobó que nadie la seguía, al parecer el profesor había centrado la atención de todos los policías.

Se montó en un autobús y se dirigió al centro de Berlín. Allan querría tomar el tren hasta el aeropuerto e intentar salir del país cuanto antes. Ruth se dirigió al aeropuerto y, cuando estuvo en una de las cafeterías, se sentó y marcó el teléfono del profesor. Sonaron tres tonos antes de que respondieran.

—Sí —lanzó una voz masculina.

—¿Allan, estás bien? —preguntó con la voz entrecortada.

—¿Quién es? ¿Es la señorita Kerr?

La chica dio un respingo. Al otro lado del teléfono no estaba Allan Haddon.

—Habla con el inspector jefe de la policía de Berlín. Será mejor que usted y su amigo se entreguen. Los cargos contra ustedes son muy graves y su huida no hace más que empeorar su situación. El señor Haddon está acusado de asesinato y usted de encubrimiento. La policía los buscará y los encontrará, no importa dónde se encuentren.

Ruth colgó el teléfono y sintió que la respiración se le aceleraba. ¿Cómo voy a encontrar ahora a Allan?, se preguntó, cada vez más nerviosa. Su teléfono sonó y la chica dudó en contestar. Aquel policía tenía razón, era una locura escapar, por lo menos en la cárcel estaría segura y podría aclararse todo ese misterio.

—Inspector… —dijo Ruth, pero la voz que escuchó al otro lado la hizo enmudecer.

—¿Ruth, estás bien?

—Sí.

—Tienes que venir al aeropuerto cuanto antes, tomaremos el primer avión a Londres, tenemos que escapar antes que la policía divulgue mis datos.

—Allan, eres tú —dijo Ruth con lágrimas en los ojos.

—¿Y quién iba a ser?

—Estoy en el aeropuerto.

—Perfecto, ¿dónde?

—En una cafetería —dijo la chica intentando leer el letrero, pero al girar la cabeza vio el pelo moreno del profesor y colgó. Se levantó y se abalanzó hacia él. Se abrazaron y Ruth sintió el aliento de Allan en su pelo. Estaba a salvo de nuevo.