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Bruselas, 24 de diciembre de 2014

La cena de gala estaba a punto de comenzar. Alexandre von Humboldt entró en el gran salón del hotel del brazo de su segunda esposa, Anna. El aspecto de los dos era inmejorable, podrían haber posado para cualquier revista de moda. Alexandre se mantenía en forma con sus partidos de tenis, sus paseos en bicicleta y, cuando tenía tiempo, sus partidos de fútbol con sus viejos amigos de la universidad. Anna había sido modelo de alta costura y conservaba ese aire de maniquí ausente, pero su simpatía y su perfecta sonrisa eran capaces de seducir al votante más escéptico.

Después de sentarse en la mesa de honor, la música comenzó a sonar. La mesa redonda estaba repleta de jefes de Estado. Varios monarcas y dos primeros ministros conversaban amigablemente. Muchos políticos y reyes estaban preocupados sobre su nuevo estatus dentro de una Europa unida.

—Von Humboldt, ¿qué piensa usted del nuevo sistema federal? —preguntó el presidente de la República de Italia.

—Los estados siguen siendo soberanos, ya lo saben. Además, muchas de sus leyes particulares seguirán operando durante años. La federación se centra en una política internacional única, un Ejército bajo un solo mando y un Tribunal Europeo más eficaz —respondió Alexandre.

Uno de los monarcas lo miró con cierto desdén. Todos sabían que el candidato era un republicano convencido.

—¿Cómo puede respetarse la soberanía nacional y al mismo tiempo haber una soberanía europea? —preguntó.

—Los gobiernos y sus representantes tienen las competencias en materia de seguridad, economía, educación…

—Eso es una verdad a medias —dijo otro de los monarcas, sin poder disimular su disgusto.

Alexandre le sonrió e intentó controlar sus emociones. Cuando estuviera en el poder, muchas cosas tendrían que cambiar.

—No entiendo, ¿por qué dice eso? —dijo el candidato.

—Si el presidente de los Estados Unidos de Europa controla al Ejército, dirige la política internacional, reparte los presupuestos nacionales y tiene en Bruselas los tribunales, ¿qué margen les queda a los estados nacionales? —dijo el monarca con el ceño fruncido.

—Seremos ecuánimes. Queremos una Europa fuerte, no dividida. Cuando el terrorismo sacudió nuestras ciudades, cada país tomó sus medidas, cuando la crisis económica nos estalló en las manos, muchos presidentes gritaron «sálvese quien pueda». Las oleadas de inmigrantes no dejaban de llegar…

—Pero eso sucedía en todo el mundo —lo interrumpió el presidente francés.

—Es cierto, pero cuando Europa creó la Comisión de Emergencia y los Estados sacrificaron algunas de sus prerrogativas, comenzaron a mejorar sus economías —dijo Alexandre.

—No lo niego, pero también se recortaron derechos fundamentales como la libertad de prensa, la libre circulación de ciudadanos europeos, las ayudas al tercer mundo… —dijo uno de los monarcas.

—En tiempos de crisis hemos de realizar ciertos sacrificios —dijo Alexandre.

Anna sonrió a los comensales y, dirigiéndose a sus esposas, comentó:

—Es Nochebuena, creo que por hoy podríamos dejar la política a un lado. ¿No les parece, caballeros?

Todos sonrieron y el ambiente comenzó a ser más distendido. El teléfono móvil de Alexandre sonó. Lo miró discretamente debajo de la mesa. El maldito profesor judío había muerto, por lo menos aquella noche tendría algo que celebrar, pensaba mientras guardaba el teléfono y contemplaba los adornos navideños del gran salón.