Roma, 24 de diciembre de 2014
Las estancias del papa estaban en silencio. En la plaza de San Pedro la multitud comenzaba a agolparse. Gente de medio mundo venía a la ciudad para la famosa misa del gallo. Para algunos era la única oportunidad de ver oficiar una misa al papa y regresar a sus hogares con la tranquilidad de que todos sus pecados habían sido perdonados. Pío XIII se movía inquieto por la habitación. Sus ropas descansaban sobre la cama, pero él seguía llevando el habito con el que trabajaba. No había probado bocado y sentía que la tensión de los últimos días se acumulaba en aquella jornada tan especial.
El camarlengo entró en la habitación y ordenó a las religiosas que los dejaran a solas.
—Santidad, me han dicho que no habéis comido nada. Lleváis días así, podéis caer enfermo —dijo el camarlengo, inquieto.
—Jesús ayunó cuarenta días en el desierto. No creo que me suceda nada por no comer en unos días.
—Jesús tenía treinta años y era Dios —dijo el camarlengo.
—Yo soy su vicario y los años son galardones que Dios nos da —dijo el papa, molesto.
El camarlengo agachó la cabeza en señal de respeto. No era sencillo tratar con el hombre que encabezaba a la mayor Iglesia de la cristiandad.
—Por lo menos tome un poco de sopa —insistió.
—Tengo un nudo en el estómago. Seguimos sin noticias de Giorgio Rabelais y al parecer sor María no ha enviado ningún informe. Creía que sabríamos algo antes de Nochebuena. En estas condiciones no puedo oficiar —dijo el papa.
Las palabras del sumo pontífice dejaron al camarlengo estupefacto. Desde hacía siglos todos los papas habían dado esa misa solemne. Si Pío XIII no lo hacía, los rumores sobre su salud o su estado de ánimo correrían como la pólvora.
—Santidad, miles de personas de todo el mundo se han reunido en Roma para escuchar su mensaje. Quieren regresar a casa con su bendición. La misa será retransmitida por cientos de televisiones de casi todos los países del mundo…
—¡Soy el papa, yo decido lo que es bueno para la Iglesia! —gritó, enfurecido, el sumo pontífice.
Se dirigió hacia su despacho privado, se asomó a la ventana y respiró hondo para tranquilizarse. El camarlengo lo siguió y permaneció en silencio.
—¿Qué buscan? —preguntó el papa en voz alta.
—Buscan esperanza, quieren que alguien de carne y hueso les diga cuál es la voluntad de Dios —respondió el camarlengo.
—¿La voluntad de Dios? —repitió el papa.
—Sí, santidad.
—¿Quién puede saberlo? Hoy estamos aquí y mañana quién sabe. Los caminos del Señor son inescrutables —dijo, comenzando a calmarse.
El camarlengo miró el rostro agotado del papa. Sus gafas brillaban con la luz de las calles. Llevaba casi un año en su cargo, pero el peso de las responsabilidades comenzaba a doblegar su espíritu. Lo había visto en otros antes, pero aquel hombre llevaba alguna carga que lo atormentaba.