Autopista E-51, 23 de diciembre de 2014
El resto del viaje lo hicieron en silencio. La oscuridad de la autopista, el monótono sonido del motor y el agotamiento terminaron por vencerlos. El anciano judío y Ruth dormían en la parte trasera del coche, mientras Allan y María permanecían callados mirando hacia delante. Al final, ella se dirigió a Allan y él la miró atentamente. Era atractiva, su expresión dulce contrastaba con unos ojos fríos e indiferentes. Desde el momento en que la conoció en la autopista tuvo un mal presentimiento.
—Entiendo que se sientan confundidos, yo también lo estaría. No están acostumbrados a que alguien los persiga, a que sus vidas corran peligro. Aunque no lo crea, lo único que les ha sucedido es que, por primera vez, se han enfrentado a la realidad.
—¿La realidad?
—Las cosas no son exactamente como parecen. Detrás de las cortinas del gran teatro del mundo hay muchos poderes que luchan por prevalecer y no siempre se puede jugar limpio.
—Esa es la excusa perfecta para gente como usted. Es fácil justificarse, decir que las cosas son como son y nadie puede cambiarlas.
—La vida no es como nos gustaría, señor Haddon —dijo ella, molesta.
—Usted ha escogido ese camino, pero yo llevo toda la vida desvelando misterios que gente como usted ha matado por ocultar. No estamos en el mismo bando. Le doy las gracias por ayudarnos, pero me temo que, si recibiera una orden de arriba, no dudaría en matarnos —concluyó Allan. Después miró por la ventanilla y contempló las luces de las afueras de Berlín.
—Todos somos esclavos de algo o de alguien. De nuestro pasado, de nuestros errores, y lo único que podemos hacer es escoger bien a nuestro amo. Le aseguro que estoy en el bando de los buenos.
—¿El bando de los buenos? Siempre me ha hecho gracia eso. Los buenos pegan tiros, secuestran y matan; no veo la diferencia con los malos.
Las calles de Berlín estaban desiertas. Allan lo agradeció. Se sentía agotado y lo único que quería era una cama blanda para olvidarse por unas horas de todo. La mujer los dejó enfrente de un hotel y Allan y Ruth descendieron del coche. María llevaría a Moisés a su casa.
El profesor y la joven se dirigieron como autómatas a la recepción y se fueron a descansar. La supervivencia era una razón tan buena como cualquier otra para sentirse felices, y hay momentos en los que el simple hecho de estar vivos es suficiente recompensa.