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Bundesarchiv, Friburgo, 23 de diciembre de 2014

Marcelo Ivanov se levantó la manga de su abrigo y volvió a mirar el reloj. Los había visto entrar hacía cinco horas, el sol comenzaba a desaparecer y el viejo llevaba todo el día en el maletero. Si lo dejaba mucho más, esa escoria judía se moriría y tendría un problema más del que ocuparse.

Entonces vio que la chica y el hombre salían a toda prisa del edificio. Arrancó el coche y comenzó a acercarse lentamente. Cuando estuvo cerca, bajó del vehículo y se dirigió a ellos.

—Profesor Haddon y señorita Kerr, será mejor que me sigan. Tengo a su viejo amigo y si no colaboran, no lo volverán a ver con vida. No es que le quede mucha a ese cerdo judío, pero…

Allan y Ruth se detuvieron en seco. Las palabras del Ruso los había dejado paralizados. Podían escapar corriendo, pero eso supondría la muerte de Peres.

—Será mejor que me acompañen a mi coche. No les pasará nada si me dicen todo lo que saben —dijo el Ruso, metiéndose una de las manos en el bolsillo.

Los dos siguieron al matón, pero el chirrido de los frenos de un coche los hizo mirar para atrás. Clara, la mujer que los había recogido el día anterior, bajó del coche y disparó contra el Ruso sin previo aviso. Marcelo se agachó justo a tiempo, y, desconcertado, huyó, perdiéndose entre los automóviles.

—Rápido, suban a mi coche —dijo la mujer, apremiándolos con un gesto de la mano.

—Pero ¿quién es usted? —dijo Allan, sorprendido.

—Puede volver, será mejor que nos apresuremos. Ya le daré explicaciones más adelante —dijo la mujer, metiéndose en el automóvil.

—No podemos irnos, ese hombre tiene a nuestro amigo —dijo Allan.

Ruth hizo amago de subir, pero cuando vio que Allan se alejaba, se quedó parada.

—Déjeme que eche un vistazo a su coche. Puede que encontremos algo que nos dé una pista sobre el lugar donde está nuestro amigo.

—¿Se ha vuelto loco? —dijo la mujer desde la ventanilla del conductor.

—Puede que sí, pero no puedo irme sin más.

Allan abrió la puerta del vehículo del Ruso. Estaba muy sucio y desordenado. Miró en la guantera, pero solo había discos, una linterna y restos de comida. Se dirigió al maletero y lo abrió. Los ojos pequeños de Moisés se cruzaron un segundo con los suyos.

—Por Dios, Moisés, ¿qué te ha hecho ese tipo?