Zimmritz, 23 de diciembre de 2014
El rostro de Peres estaba ensangrentado. Marcelo Ivanov se había empleado a fondo toda la noche y el viejo profesor parecía a punto del colapso. El matón intentó incorporar a su víctima, pero su cuerpo inerte se caía hacia un lado.
—Maldito viejo. Si hubieras cooperado, ninguno de los dos tendría que haber llegado a este extremo, pero los judíos sois así. Testarudos y ladinos, incapaces de comportaros como personas normales —dijo el Ruso, mientras zarandeaba al anciano.
—¡Ah! —exclamó el hombre, quejándose por el dolor.
—¿Qué pasa, viejo? ¿Ahora protestas? Tenemos que salir en menos de una hora y no has abierto la boca.
El matón arrastró al viejo hasta un grifo y metió su cabeza debajo del chorro de agua helada. El hombre sacudió piernas y manos, pero pareció recuperarse de repente.
—Tenemos que irnos. Será mejor que espabiles —dijo el Ruso, sujetando la cabeza del anciano bajo el agua.
Cuando Moisés levantó la mirada, sus ojos hinchados se clavaron en los del Ruso y, por alguna extraña razón, el matón tuvo miedo. Sabía que aquel viejo no podía hacerle daño, pero de algún modo aquella manera de mirarlo lo hacía sentir vulnerable.
—Vamos al coche, nos queda un largo viaje. Tenemos que llegar antes que ellos. Seguramente la chica y el profesor no serán tan testarudos como tú.
El anciano se intentó poner en pie, pero no pudo. El Ruso lo agarró por la cintura y los hombros y lo sentó en su coche. Después se dirigió al asiento del conductor y salió de la granja a toda velocidad.
Mientras se incorporaba a la autopista, seguía pensado en el accidente del día anterior. Afortunadamente, la hermana María no lo había reconocido cuando se había llevado al viejo. Ahora tendría que enfrentarse a ella, y no dudaría en matarla si fuera necesario.