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Dessau, 23 de diciembre de 2014

Allan notó cómo unas manos comenzaban a apretar su cuello y se despertó, sobresaltado. Miró a un lado y al otro, pero solo vio la habitación oscura y solitaria. Ruth dormía a su lado, la respiración sosegada de la muchacha logró tranquilizarlo. Miró su reloj sobre la mesilla, todavía quedaban un par de horas para que amaneciese. Sintió un fuerte dolor en la cicatriz del costado. Desde su viaje con su amigo el sacerdote Giorgio Rabelais a Perú, no había experimentado esa sensación de vitalidad que te produce el miedo.

Se puso en pie y caminó por la habitación. Era consciente de que todo se había complicado de una manera imprevisible. Había pasado de una simple investigación a una persecución mortal. Rabelais en paradero desconocido, Peres secuestrado y ellos amenazados de muerte. Tal vez la clave estaba en su ciudad de destino.

Se aproximó al gran ventanal y subió el estor apretando el botón. Los bosques cubiertos de nieve brillaban bajo la luz de la luna. Le recordó a sus Navidades en Saint Andrews, en Escocia, donde vivían sus abuelos maternos. Sus abuelos eran profesores en la universidad, presbiterianos y las personas más amorosas al norte de Edimburgo. Siempre lo esperaban con los regalos en la puerta, preferían dárselos nada más llegar que esperar a la Nochebuena. Su madre se enfadaba con ellos, pero él era su único nieto y no lo veían mucho. El recuerdo de su madre le formó un nudo en la garganta. Había fallecido hacía un par de años, pero seguía sintiendo la misma sensación de vacío, miedo y tristeza. Ella no lo vio en vida convertirse en profesor titular de antropología de las religiones. Tal vez por eso sentía tanta rabia y prefería centrarse en su trabajo y dejar las relaciones personales a un lado. Ya había sufrido bastante.

Miró su móvil. Era casi un milagro que siguiera intacto después de lo sucedido en los últimos días. Comprobó las llamadas perdidas, no había gran cosa, un par de estudiantes de doctorado y una profesora que llevaba todo un año acosándolo. Después miró los mensajes. Repasó la lista y se paró en uno de ellos. Al parecer, tenía un paquete en la estafeta de correos de la universidad. Sintió que su corazón se aceleraba. ¿Podría ser el paquete que buscaban? Desechó enseguida la idea. Por qué motivo iba Giorgio a mandarle el paquete a él. Aunque, por otro lado, Giorgio le había dicho a Ruth que, en el caso de que le sucediera algo, acudiera a él.

—¿Te ocurre algo? —preguntó Ruth saliendo de la cama vestida tan solo con una camiseta.

—No —dijo Allan mirando su figura bajo la luz de la luna.

—Yo tampoco puedo dormir —dijo la chica, sentándose en uno de los sillones de la habitación con las piernas cruzadas.

—Estaba revisando el correo, me da cierta sensación de normalidad. Cuando todo se desmorona, es una forma de recuperar la calma —dijo Allan, sentándose en la otra butaca.

—Mi abuelo siempre decía que todo parece más sencillo cuando somos capaces de separar los sentimientos de nuestras metas.

—Puede que tuviera razón —contestó Allan.

—A mí me ha funcionado con los estudios —contestó la chica.

—¿Qué estudias?

—Estoy terminando psicología —dijo Ruth mientras se encogía de hombros.

Allan hizo un gesto afirmativo con la cabeza y la chica subió la barbilla y frunció los labios.

—Lógico, ¿verdad? ¿Qué iba a estudiar una niña adoptada? —dijo la chica, molesta.

—Me parece bien. Todos estamos en el proceso de buscarnos a nosotros mismos —dijo Allan, sonriente.

—Pues tendremos que centrarnos en buscar a Moisés.

—Él sabe cuidar de sí mismo —dijo Allan, poniéndose en pie.

—Eso espero —contestó ella.

—Será mejor que me dé una ducha. No sé cuándo volveremos a tener otra oportunidad.

Ruth lo observó mientras se dirigía al baño. Era un hombre muy atractivo, el profesor del que toda alumna se enamoraría. Intentó quitarse su imagen de la mente y sus ojos se perdieron en el cielo negro que comenzaba a clarear en el horizonte.