Viena, 22 de diciembre de 2014
El tren paró por completo y los pasajeros comenzaron a descender ordenadamente. El hombre se puso de los primeros y bajó al andén buscando el tren para Berlín. Caminó mirando para todos lados. No era la primera vez que estaba en Viena, pero se sentía cansado y angustiado. Se acercó a un plano de la estación y encontró el andén. Miró el panel de los horarios, todavía quedaba media hora para que saliera.
Una voz electrónica sonó en la estación mientras se dirigía a los aseos. Las luces fueron encendiéndose a medida que caminaba por el pasillo. Las puertas se abrieron automáticamente. Se dirigió a una de las cabinas y comenzó a orinar. Notó una presencia justo detrás. Era una situación comprometida, no podía parar, pero los nervios lo apremiaban. Levantó la cremallera a toda velocidad y se encontró de bruces con el alemán que había estado sentado a su lado todo el viaje. Lo miró a los ojos y en ese momento la luz automática se apagó.
El hombre se lanzó contra el joven y lo derrumbó sobre uno de los inodoros. En la caída, pulsó el botón de la cisterna y el alemán comenzó a chapotear en la taza. El hombre aprovechó para correr hacia la salida. Fuera de los baños miró a un lado y a otro, inquieto. Después corrió hacia el andén, entregó el billete y subió rápidamente al tren. Caminó deprisa hasta su asiento y comenzó a resoplar. Miró por la ventanilla y vio a su perseguidor a lo lejos. Se apartó de la ventana y comenzó a rezar. Lo hizo como hacía años. Con fervor, con temor y esperando que Dios lo escuchara e hiciera algo para salvarlo. Cuando volvió a abrir los ojos, el tren comenzaba a moverse y entraba por los túneles.
—Gracias, Dios mío —dijo entre dientes.
El vagón estaba completamente vacío. Estiró las piernas y se quedó recostado, con la mente en blanco. No había duda de que Dios estaba de su parte, era la segunda vez que se salvaba aquel día.