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Zimmritz, 22 de diciembre de 2014

Marcelo Ivanov paró su vehículo delante de una granja abandonada. Se levantó del asiento del conductor y rompió la cadena con unas tenazas. Después introdujo el coche y volvió a cerrar la verja. Miró a la parte trasera, el judío seguía durmiendo. Había sido buena idea inyectarle los calmantes. Lo sacó del coche por los hombros y lo arrastró hasta un viejo granero. Lo depositó un momento en el suelo, abrió el candado y siguió arrastrándolo hasta un montón de paja, donde dejó el cuerpo con cuidado.

Caminó inquieto por el granero. No había planeado secuestrar al hombre, pero cuando vio el accidente, prefirió llevarse al viejo antes de que llegara la policía. Podría interrogarlo y llegar antes que Allan y su amiguita a su destino. Sacó un cigarrillo, se lo puso en los labios y palmeó su chaqueta en busca del mechero. Después lo encendió y la punta incandescente brilló en la oscuridad. Sintió que la primera bocanada de humo le inundaba los pulmones y se relajó.

Jugueteó con la tierra del suelo y después se acercó al cuerpo del anciano. Parecía poco más que un guiñapo. Era el primer superviviente del Holocausto que veía, pero era tal y como se lo había imaginado. Se limpió los zapatos en los pantalones del anciano y buscó alguna forma de iluminar el granero. Encontró un viejo interruptor y lo conectó. Una luz mortecina inundó la sala y Marcelo se sentó sobre unas cajas.

Necesitaba algo más fuerte si iba a pasar otra noche en vela. Sacó una papelina y esnifó una raya de coca. A los pocos segundos sintió que sus fuerzas se regeneraban y recuperaba la seguridad en sí mismo.

El anciano comenzó a moverse y Marcelo se acercó hasta él y le dio una patada. El cuerpo se revolvió y el Ruso escupió al suelo.

—Será mejor que te despiertes. Tenemos una noche muy larga por delante —dijo la mole, mientras el profesor Peres comenzaba a abrir los ojos.