Autopista E-51, 22 de diciembre de 2014
Cuando Allan recuperó el conocimiento, sintió frío. Alguien había extendido unas mantas en el suelo helado, pero la baja temperatura de la superficie atravesaba la tela y llegaba hasta sus doloridos riñones. Intentó incorporarse, mas un fuerte tirón en la espalda lo obligó a apoyarse de nuevo. Ruth estaba sentada, con una manta sobre los hombros y un ojo morado, pero al verlo sonrió y se acercó hasta él.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó la chica, ansiosa.
—Me duele todo. ¿Dónde está Moisés?
—Se lo han llevado a un hospital cercano. Ahora mismo vendrá una ambulancia para llevarte a ti.
—No necesito ninguna ambulancia —dijo Allan incorporándose con dificultad.
—Cuidado, puedes tener algo roto —dijo ella.
—Debemos ir con Moisés. No debemos separarnos… —dijo antes de observar que no estaban solos. Una mujer con el rostro ovalado, dos grandes ojos verdes y una limpia sonrisa no dejaba de observarlos.
Allan miró a la mujer y esta extendió la mano y se presentó:
—Lamento conocerlo en estas circunstancias. Mi nombre es Clara Joyce.
—Encantado, ¿nos podría acercar hasta el hospital? Tenemos que encontrarnos con nuestro amigo.
—No sé si es buena idea que se mueva mucho en su estado —dijo la mujer.
—¿Es usted médico? —preguntó, molesto.
—Me temo que no, pero todo el mundo sabe que en caso de accidente…
—Será mejor que nos busquemos otro medio de transporte —dijo Allan, cortante. Miró el coche destrozado y tomó uno de los bultos, pero un intenso dolor en el brazo lo obligó a soltarlo.
—Déjeme a mí —dijo la mujer, y se dirigieron a un pequeño coche eléctrico. La señorita Joyce metió las bolsas en el maletero y Allan se introdujo con dificultad junto a la conductora.
El coche se puso en marcha y algunos de los conductores que habían parado para curiosear o echar una mano comenzaron a regresar a sus vehículos.
—¿A qué hospital lo trasladaron?
—No sé, pero imagino que al del pueblo más cercano. Creo que es Dessau —dijo la mujer.
—Pero ¿se lo llevó una ambulancia? —preguntó Allan.
—No, fue un hombre con un vehículo, parecía extranjero, tal vez ruso —contestó la mujer.
—¿Puede ir más deprisa? —dijo, impaciente, Allan.
—¿Por qué tiene tanta prisa? No creo que su amigo se marche corriendo del hospital —dijo la rubia.
—¿Qué sucede? —preguntó Ruth al ver el rostro desencajado del hombre.
—Un vehículo nos ha sacado de la carretera y un tipo extranjero se ha llevado al profesor, ¿no te parece demasiada casualidad? —dijo Allan mirando hacia el asiento de al lado.
—¿Alguien provocó el accidente? —preguntó la mujer, atónita.
Allan la miró de reojo y prefirió permanecer callado el resto del tiempo. La rubia tuvo que parar un par de veces para recibir las indicaciones de los viandantes. Cuando aparcó el coche frente a la puerta de urgencias, Allan descendió cojeando del coche y se dirigió al mostrador de ingresos. Ruth lo siguió a unos pasos de distancia.
—Por favor, buscamos a un hombre mayor llamado Moisés Peres —dijo Allan atropelladamente.
La mujer miró con desgana el monitor y después de unos interminables segundos dijo:
—No ha ingresado nadie con ese nombre.
Ruth miró a Allan y, con un gesto, le acarició el hombro.
—No te preocupes, debe encontrarse en otro sitio.
La enfermera levantó la cabeza del ordenador y, mirándolos por encima de unas gafas minúsculas, les dijo:
—Ya me extrañaría. No hay otro hospital en ochenta kilómetros a la redonda.