Roma, 22 de diciembre de 2014
El papa avanzó por el pasillo hasta entrar en su despacho. El camarlengo lo alcanzó antes de que llegara al umbral y le besó la mano. Los dos hombres entraron en la sala y el camarlengo cerró la puerta.
—Ya estamos a tres días de la Natividad de nuestro Señor y hay varias cosas que su santidad tiene que revisar —dijo el camarlengo.
—No tengo la cabeza para nada. Ese asunto de Giorgio Rabelais me tiene preocupado.
—Pero, santidad, todos creen que Rabelais aparecerá en cualquier momento.
—¿Y si aparece muerto? —dijo el papa.
—Muerto, ave María purísima —dijo el camarlengo santiguándose.
—Sería un escándalo para la Iglesia, y justo unos días antes de la Natividad —dijo el santo padre sentándose en su silla.
—Nuestros agentes lo están buscando por toda Italia. Todas las diócesis de Europa están advertidas para avisarnos en caso de encontrar al antropólogo, y nuestra mejor agente sigue la pista de Haddon y Kerr —dijo el camarlengo.
—No los nombre —dijo el papa con un gesto de reprobación—. Las paredes tienen oídos.
—Lo lamento, santidad.
—La Iglesia está rodeada de enemigos, no tenemos que contentarnos con la falsa seguridad del regreso de feligreses a nuestras parroquias. Los medios de comunicación siguen teniendo mucho poder y el laicismo no está vencido del todo.
—Pero le queda poco. Desde la Revolución francesa los enemigos de la Iglesia se han hecho fuertes, pero ahora todo eso va a terminar —dijo el camarlengo.
—Esperemos que Dios destruya a todos sus enemigos —dijo el papa santiguándose.