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Roma, 22 de diciembre de 2014

El hombre subió al tren de alta velocidad Roma-Viena y se acomodó en el asiento. Sudaba copiosamente, tenía la boca seca y miraba constantemente por la ventanilla. El tren se puso en marcha y el hombre suspiró, se quitó la chaqueta y el olor a sudor lo hizo sentirse incómodo. Llevaba varios días sin cambiarse ni darse una ducha.

El largo pasillo estaba vacío y la mayoría de los asientos estaban libres. El hombre hizo un gesto para llamar a la azafata y cuando se acercó le pidió una botella de Martini.

Cuando vació la miniatura en el vaso de plástico, se tomó de un trago el contenido e intentó que el sabor agrio del Martini Rosso calmara su respiración entrecortada.

La Ciudad Eterna quedaba atrás y el hombre al fin pudo recostarse en el asiento y cerrar los ojos. Intentó relajarse y pensar en otra cosa, pero el corazón seguía acelerado. Se había encontrado en peligro en muchas ocasiones, pero siempre había logrado burlar a la muerte.

Cuando abrió de nuevo los ojos, pudo observar a un hombre delgado que se acercaba a su asiento y, con una sonrisa, le preguntaba algo en alemán.

—Perdone, mi alemán es rudimentario. ¿No habla italiano? —preguntó levantando su barbilla puntiaguda y sin afeitar. Sus mejillas regordetas y sus ojos negros miraban atentos al joven rubio.

—¿Está libre el asiento? —preguntó el hombre en italiano, con un fuerte acento alemán.

—Sí —contestó. Después notó que el corazón volvía a acelerarse. ¿Quién le decía que aquel tipo no era uno de sus perseguidores?

Intentó pensar en otra cosa y observar la hermosa Toscana, tal vez fuera la última vez que la viera. Esperaba llegar a Berlín a tiempo. El avión habría sido más rápido que tomar dos trenes, pero temía que estuvieran vigilando los aeropuertos.