Berlín, 22 de diciembre de 2014
Marcelo Ivanov pasó junto al coche y observó a la mujer que cabeceaba en su interior. Le habían advertido de que los servicios secretos vaticanos habían enviado a una de sus mejores agentes, pero la hermana María era monja. No es que tuviera nada contra las religiosas, él ni siquiera era católico, pero una monja no podía hacer ciertas cosas. Desde que trabajaba para los Hijos de la Luz había tenido que seguir a todo tipo de individuos, destapar escándalos y pegar alguna paliza, pero aquella misión era mucho más importante. Sus superiores le habían dado carta blanca. No podía ir matando a diestro y siniestro, pero, si las cosas se complicaban, estaba autorizado a usar la violencia, incluso a recurrir al asesinato.
No le habían facilitado mucha información sobre Allan Haddon y Ruth Kerr, lo único que sabía es que tenía que seguirlos hasta que recuperaran un paquete. En cuanto lo tuvieran en sus manos debía hacerse con él. Si cualquiera de los dos veía el contenido del paquete, debía ser eliminado.
El profesor era un caso aparte. Un viejo judío que quería saber demasiado… Tenía que pedir instrucciones, pero seguro que sus jefes lo autorizarían a eliminarlo.
Marcelo Ivanov se paró al final de la calle. El sol comenzaba a salir lentamente en medio de un espeso manto de nubes. La luz grisácea avanzaba sobre el pequeño grupo de casas y las ventanas iluminadas comenzaban a apagarse a medida que la gente salía hacia sus trabajos. Él nunca había tenido un trabajo convencional. Había sido combatiente en Chechenia, agente del SVR y guardaespaldas de varios presidentes europeos. La crisis lo había alejado de las altas esferas y su trabajo con sus clientes de la Iglesia era casi un juego de niños, aunque no cobraba lo suficiente. Echaba de menos la acción, trabajar con un equipo, los hoteles de lujo y las cenas de gala en las que tenía que proteger a sus clientes.
La puerta de la casa se abrió y aparecieron tres figuras con gorros de montaña y forros polares. Sin duda se trataba de Haddon, Kerr y Peres. La figura más pequeña parecía incómoda con el inmenso abrigo.
Marcelo caminó con paso acelerado hacia su coche. No sabía adónde se dirigían y, si los perdía de vista, le podía costar días encontrar de nuevo su rastro.
El viejo Volvo del profesor lanzó una gran nube de humo negro y arrancó. Unos segundos después dos coches más los seguían por la carretera nevada.