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Berlín, 21 de diciembre de 2014

Moisés apareció en el salón con una gran bandeja con café, dulces y algo de fruta. Dejó el tentempié encima de la mesa de madera y se sentó junto a Allan y Ruth.

—No puedo comer nada más —dijo la joven, tocándose la tripa.

—Los dulces son muy buenos y un poco de café os despejará la mente —insistió Moisés.

Allan tomó uno de los cafés y se recostó de nuevo en el sillón. La casa del viejo profesor era un verdadero museo judío. Las paredes estaban repletas de libros y todo tipo de símbolos religiosos adornaban los pocos huecos libres. Un verdadero santuario hebreo en mitad de Berlín.

—Muchas de las cosas que Moisés conserva son restos de las sinagogas judías de la ciudad. ¿No es cierto, amigo? —preguntó Allan.

—¿Las sinagogas no fueron destruidas durante la Noche de los Cristales Rotos? —preguntó Ruth.

—A pesar de lo que hayas visto en las películas, el episodio se desarrolló en dos noches, la del 8 y el 9 de noviembre de 1938. Yo estaba en casa de mis padres, ese año empezaba el bachillerato, pero las Leyes de Núremberg de 1935 habían limitado mucho la vida de los judíos alemanes y austriacos. Nos estaban vetados casi todos los estudios y profesiones —dijo Peres.

—¡Qué horror! —exclamó Ruth con un gesto de indignación.

—Los nazis actuaban con total impunidad antes la indiferencia de la mayor parte de la ciudadanía y la Sociedad de Naciones —dijo Moisés.

—Moisés, explícale a Ruth por qué se produjo la Noche de los Cristales Rotos —lo apremió Allan.

El anciano tomó una de las tazas y le dio un gran sorbo mientras cerraba los ojos. Llevaba toda una vida rememorando aquellos días, lo que para otros era simplemente una lección de historia, para él eran recuerdos dolorosos y tristes. Dejó la taza en la mesa y se inclinó hacia delante.

—Un judío de origen alemán que había escapado a Francia pidió varias veces al secretario del embajador Von Raht que ayudara a su familia, deportada a Polonia. El secretario del embajador no hizo caso a las peticiones del joven judío y el día 7 de noviembre este le disparó. El embajador murió dos días más tarde. Muchos han querido ver en el acto criminal contra los judíos una revuelta espontánea, pero en realidad fue premeditada y organizada por el Gobierno alemán.

—¿El Gobierno alemán instigó a los ciudadanos a saquear y matar? —preguntó Ruth.

—Ahora nos parece un acto inconcebible, pero sucedió de esa forma. Aquella noche fueron arrasadas más de mil quinientas sinagogas, prácticamente todas las que había en Alemania. Los negocios judíos fueron saqueados y destruidos, en total más de siete mil tiendas y veintinueve grandes almacenes. Miles de hebreos fueron encerrados en campos de concentración y se asesinó a más de noventa personas —dijo Peres.

Ruth observó el rostro del viejo profesor. Sus ojos hinchados parecían cansados de contemplar el mundo. Sus pupilas arañadas por el dolor estaban secas, como si ya no tuviera lágrimas para verter.

—Mi padre no tenía un negocio, era profesor, pero por las leyes antijudías se quedó sin trabajo. Aquella noche fue secuestrado, como miles de los míos, mientras se dirigía a casa. Nunca más volvimos a verlo.

—¿No se podía reclamar ante las autoridades? —preguntó Ruth.

—No éramos ciudadanos de pleno derecho, se nos consideraba poco más que basura. Habíamos perdido nuestra dignidad como personas —explicó el anciano.

Se produjo un largo silencio hasta que Allan comenzó a hablar.

—Explícale a Ruth qué es la Ahnenerbe.

—Es verdad, mi mente ya no es lo que era. Enseguida me pierdo en divagaciones. Lo que necesitas saber es qué era esa supuesta organización científica y cuáles fueron algunas de sus misiones.

—¿Eran científicos? —preguntó Ruth—. No creo que mi abuelo supiera mucho de ciencia.

—Eran científicos, pero también había astrólogos y todo tipo de charlatanes. La Ahnenerbe fue un paraguas en el que proyectos de lo más variopintos se utilizaron con el fin de demostrar las teorías raciales y los orígenes arios del pueblo alemán —dijo Allan.

El profesor Peres miró a Allan. Como buen anglosajón, tendía a simplificar las cosas, era una manera de aprehenderlas. Pero una organización como la Ahnenerbe era mucho más que un instituto para apoyar las tesis racistas y antisemitas de Hitler.

—Cuando Himmler, el lugarteniente de Hitler, fundó la organización en 1935, era poco más que su juguete personal. Himmler estaba obsesionado desde niño con los orígenes de la raza aria. El líder de las SS quería demostrar que las leyendas nórdicas eran ciertas y que los arios habían gobernado el mundo —dijo el anciano.

—Parece una idea muy peregrina —dijo Ruth.

—Puede que para nosotros lo sea, pero los nazis estaban dispuestos a matar y morir por esa idea —sentenció Allan.

—Y, ¿qué tiene que ver eso con la RuSHA?

—La RuSHA fue el germen. Al crear las SS, Himmler quería controlar el origen racial de sus miembros. Creó la RuSHA y después la Ahnenerbe, que se centraba más en el estudio racial. Al principio, la Ahnenerbe se utilizó principalmente para educar la mente de los candidatos a las SS. Era fundamental que la élite nazi conociera sus «gloriosos» orígenes arios. Para ello se creó el periódico SS-Leitheft —dijo Peres.

—Pero la organización no se fundó hasta 1935, seis años después de la creación de las SS —dijo Allan.

—Himmler reunió a cinco expertos en temas raciales y en prehistoria. Entre ellos estaba el famoso doctor Herman Wirth. Aquellos hombres decidieron crear un organismo que tuviera como meta el estudio de la herencia ancestral de los arios —explicó el viejo profesor. Después se acercó a una de las estanterías y extrajo una carpeta de cartón azul muy gastada.

Allan y Ruth miraron atentamente lo que sacaba de la carpeta. Era un emblema de tamaño grande. Lo depositó encima de la mesa y esperó su reacción.

—Es igual que la marca de agua de la cuartilla de tu abuelo —dijo Allan comparando los dos emblemas.

—El símbolo de la Ahnenerbe —dijo Peres levantando la hoja del abuelo de Ruth—. No cabe la menor duda.

—¿Qué pasó después? ¿A qué se dedicó la organización?

—Estuvieron casi dos años impartiendo cursos y estructurándose, hasta que su nuevo presidente, Walter Wüst, un experto en la cultura hindú, proyectó varias misiones científicas —dijo Peres.

—¿Quién era Walter Wüst? —le preguntó Ruth.

—El profesor Wüst era decano de la Universidad Ludwig Maximilian de Múnich —comentó Allan.

—Los nazis reclutaron a Wüst por su capacidad para divulgar las teorías raciales a la gente común —prosiguió el anciano judío.

—¿Fue él el que construyó la sede definitiva de la organización en Berlín? —preguntó Allan.

—Sí, también organizó las expediciones a Próximo Oriente, Finlandia y la propia Alemania. Eso debemos de investigar, en qué expediciones participó tu abuelo, si es que lo hizo en alguna —dijo Peres.

—¿No sabes qué estudiaba tu abuelo cuando era joven? —preguntó Allan.

—La única profesión que le he conocido ha sido la de vendedor de antigüedades en Barcelona. Cuando murió apenas había papeles de su vida anterior en Alemania —dijo Ruth.

—¿Tampoco te comentó nada de esa etapa? No sé, sobre algún amor, algunas anécdotas de su época de estudiante o de cuando estuvo en el ejército —preguntó.

—No. Cuando me adoptaron mis padres él ya era muy mayor. Tenía un carácter reservado, aunque era cariñoso conmigo.

—¿Nunca lo visitó nadie? ¿Algún compatriota alemán? ¿Algún viejo camarada? —preguntó Allan.

Por lo que Ruth sabía, la mayoría de los clientes eran mujeres mayores y algunos hombres de negocios, pero no los había llegado a conocer.

—No recuerdo a toda la gente que pasó por la tienda durante todos esos años —dijo Ruth.

—Es una desgracia, eso podía darnos una pista —dijo Allan.

—Tampoco nos sería de mucha utilidad saber que algún compatriota lo visitó si no conocemos su nombre —añadió Moisés.

—Pero al menos, sabríamos si el abuelo de Ruth continuaba en contacto con exnazis —dijo Allan.

—Al único alemán que conocí fue a un hombre ya mayor —dijo Ruth, que de pronto lo había recordado.

—¿Un hombre? —preguntó Allan.

—Sí, un sacerdote católico. Vino un par de veces, tal vez tres. Las tres visitas fueron muy largas y después desapareció para siempre.

—El hecho de que sea un sacerdote es muy importante. Por lo que sabemos, tu abuelo escogió a Giorgio para entregarle aquel paquete, un sacerdote —dijo Peres.

—Puede que se trate de una simple coincidencia —conjeturó Allan.

—Sí, pero es lo único que tenemos por ahora. Una organización llamada Ahnenerbe, un paquete, una desaparición y un sacerdote que visitaba al abuelo de Ruth —enumeró el anciano.

—No es mucho —dijo ella, encogiéndose de hombros.

—Mañana descubriremos más sobre Thomas Kerr, esa puede ser la clave —dijo Allan.

Moisés Peres se levantó del sillón y recogió los restos de comida. A esa hora de la noche parecía más viejo y cansado que cuando lo vieron en el museo. Llevó la bandeja hasta la cocina y cuando regresó, Ruth y Allan seguían repasando los documentos que les había traído.

—Será mejor que descansemos. Mañana nos espera un largo viaje y nos conviene tener la mente fresca —dijo el viejo judío.

Allan y Ruth asintieron con la cabeza. Siguieron a Peres hasta la planta superior. El pequeño distribuidor daba a dos habitaciones y un baño.

—Estas casas son pequeñas. Fueron construidas por los nazis para funcionarios de bajo rango. Es irónico que ahora viva un judío en una de ellas —dijo el anciano haciendo una mueca.

—La historia es imprevisible —contestó Allan.

—Tendréis que dormir en la misma habitación. La cama es muy grande. También hay un pequeño sofá —dijo, abriendo la puerta.

—Muchas gracias, Moisés —dijo Allan—. Gracias por tu hospitalidad y por ayudarnos en este asunto.

—¿Qué otra cosa podría hacer? He dedicado toda mi vida a estudiar el comportamiento de los nazis, buscando una respuesta, intentando encontrar un sentido a toda su barbarie —dijo él, emocionado.

—Gracias —dijo Ruth, posando su mano en el hombro del anciano.

Peres sonrió por primera vez y sus ojos se iluminaron como los de un niño. La soledad era la más terrible de las condenas.

—Bueno, será mejor que no nos pongamos sentimentales. Buenas noches, que descanséis —dijo el anciano, dirigiéndose a su habitación.

Allan y Ruth entraron en su cuarto. Mientras Ruth abría la cama, Allan se quitó los zapatos. Sentía los pies adormecidos y cansados.

—Menos mal que pediste tu ropa al hotel —dijo ella.

—Te puedo dejar una camiseta para dormir —dijo Allan.

—Te lo agradecería.

El hombre salió de la habitación para dejar que la chica se vistiera y cuando regresó del baño, Ruth ya estaba en la cama.

—Buenas noches, Allan, gracias por hacer todo esto por mí.

—Descansa, mañana necesitaremos todas nuestras fuerzas para desentrañar este misterio.

Apagaron la luz y Allan tardó unos segundos en acostumbrar sus ojos a la penumbra. El cuarto a oscuras le recordó a la casa en la que vivían su madre y él en Oxford. Su apartamento actual era gigantesco, pero echaba de menos aquel pequeño lugar donde se había criado. El hogar que su madre y él habían formado. Una pequeña familia solitaria. Echaba de menos las certezas de la infancia, la falsa seguridad y la convicción de que la vida no acabaría nunca. La última crisis había barrido de un plumazo las esperanzas de millones de personas en todo el mundo. Él era un privilegiado, hasta ahora había tenido suerte y sintió un escalofrío cuando le pasó por la cabeza que su suerte tal vez estaba a punto de terminar.